EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

Vista callejera

HACE tiempo leí que un ciudadano inglés había interpuesto una demanda judicial porque en el servicio Street View de Google se había difundido una imagen suya entrando en una sex-shop. Desde entonces, Google tuvo que emborronar las caras de todos los transeúntes que salían en Street View. Pero a mí me gusta mucho ese servicio, aunque reconozco que tiene sus pegas. Yo mismo, hace unos dos años, iba caminando por la calle, en Sevilla, cuando pasó un coche muy extraño que llevaba varias cámaras en el techo. Como los periódicos habían hablado del asunto, supe en seguida que era el coche de Google. En aquel momento, el proyecto Street View era aún una conjetura de la que se hablaba con una mezcla de desconfianza y curiosidad, un poco a la manera en que se hablaba, cuando yo era niño, de los biquinis y de las explosiones atómicas en los atolones de la Polinesia. Al ver pasar el coche, me quedé quieto en una esquina, como si alguien me hubiera dado la orden de detenerme y yo no hubiera sabido resistirme. Y en cierta forma era normal que fuera así. Hoy por hoy, Google es más poderoso que cualquier gobierno. O va camino de serlo.

Ahora, pasado el tiempo, he comprobado que Google no seleccionó el tramo de calle en el que fui sorprendido por sus cámaras. Y la verdad es que me alegro. ¿Por qué tenía que salir yo paseando por una calle o tirando la basura? Pero me he aficionado a mirar la Street View, porque me gusta descubrir el aspecto de las calles en las que he vivido o en las que he pasado muchas horas de mi vida. En cierta forma, rastreando esas calles, puedo captarme a mí, una figura perdida en una esquina, con cara de pasmarote, sólo que hace veinte o treinta años.

La experiencia vale la pena. He encontrado la casa en la que pasé unos días felices de verano en las afueras de Birmingham, en una calle llamada Tunnel Lane. Ahí estaba el mismo césped, la misma entrada, la misma fachada de ladrillo rojo. Pero en la fachada había un cartel, For Sale, con el nombre de una inmobiliaria y un teléfono, lo que significa que esa casa ya no pertenece a la familia con la que me alojé, ni a su hijo, que fue mi amigo y al que hace siglos que no veo.

Otras veces la búsqueda no resulta tan dolorosa. En París he encontrado el edificio en el que viví casi medio año. La calle apenas ha cambiado: el mismo café en la esquina, la misma tienda de flores. Incluso se ve la placa, Silhol, que se veía cuando yo vivía allí, hace casi treinta años. Comprendo que haya ciudadanos indignados con Google, sobre todo si han sido sorprendidos entrando en una sex-shop, pero yo prefiero quedarme con esa placa que lleva treinta años en el mismo sitio. Y de algún modo, le doy las gracias a Google por permitirme comprobar que todas esas cosas siguen en su sitio.

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