Si el arte urbano nunca iba a resultar suficiente para hacer del Soho algo parecido al Soho (lo que, al cabo, no era muy difícil de predecir), sí parecía más claro que la puesta en marcha de un teatro gestionado, impulsado y promovido por Antonio Banderas, con coproducciones vía Broadway y la llegada de estrellas fulgurantes de Hollywood, traería consecuencias más concluyentes en lo relativo al ensanche como entorno urbano. Tanto es así que los acontecimientos empiezan a suceder a la velocidad del relámpago: apenas ha contado el propio Antonio Banderas tres detalles de lo que pretende hacer en las instalaciones del todavía llamado Teatro Alameda (que cambiará de nombre, con toda la intención del mundo, para quedar bautizado como Teatro del Soho), y cuando corresponde adoptar cierta prudencia a la espera de lo que realmente se nos ofrece en este espacio (ojalá todo lo que Banderas quiere, y mucho más), el grupo inversor de la familia catalana Oriol Roca ha comprado una manzana en la zona para la construcción de un hotel de cuatro estrellas con un gasto previsto de unos 17 millones de euros. Se podría decir aquello de tonto el último: ahora, el viejo entramado extendido entre la Alameda de Colón y la calle Córdoba, con todo lo que ha sido (quién lo diría), se dispone a convertirse en una nueva perla, un tesoro, la enésima guinda del pastel. No hay, parece, mayor garantía de seguridad que la huella de Antonio Banderas a la hora de que quien pueda dejarse los cuartos se los deje a gusto. Y es genial que así sea, claro. Sabemos ya, entonces, que a este primer hotel seguirán otros (el de Moneo, ahora que vuelve a despejarse el camino, quedará a un tiro de piedra), y que tras los hoteles vendrán tiendas, franquicias, restaurantes gourmets y la actividad comercial que el barrio, muy a pesar de las cantidades invertidas para su regeneración, ha sido incapaz de generar de otra manera. El CAC sigue al ladito, con lo que el marchamo de la Málaga cultural tendrá en el Soho otro argumento de peso además del teatro para que no todo sea comer y gastar; mejor, sí, un poco de estilo.

En realidad, este proceso ya llevaba un tiempo en marcha. Si en los albores de su definición de museo al aire libre todavía se podían encontrar alquileres a precios razonables, seguramente a cuenta de un pasado de oprobio y decadencia aún muy reciente, hace ya años que eso que llaman gentrificación viene expulsando a los inquilinos autóctonos a favor de los recursos turísticos. Dada la situación óptima del Soho, como prolongación natural del Puerto y del itinerario crucerístico y museístico, no resulta difícil aventurar que el barrio se dispone a convertirse en lo mismo: una extensión aséptica y atonal que podría ser cualquier cosa dispuesta al solaz de los visitantes efímeros y la satisfacción de los compradores compulsivos. Un lugar para consumir y negociar, no para vivir. Eso sí, siempre tendremos la oportunidad de ver un musical molón con el nombre de Antonio Banderas en los carteles. Y será un gustazo. Lo malo será, ay, la carta blanca entregada a la especulación y el desamparo. De nuevo.

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