NADIE ha descrito mejor las razones técnicas de la actual crisis que Paul Krugman, el flamante Premio Nobel de Economía 2008. En un reciente artículo publicado en El País, Krugman las ofrece con inusual sencillez: "El pinchazo de la burbuja inmobiliaria ha causado grandes pérdidas a cualquiera que comprase activos hipotecarios; estas pérdidas han dejado a muchas instituciones financieras demasiado endeudadas y con demasiado poco capital para proporcionar el crédito que la economía necesita; las instituciones financieras en apuros han intentado pagar sus deudas y aumentar su capital vendiendo activos, pero esto ha hundido el precio de dichos activos, con lo cual su capital se ha visto todavía más reducido".

Esta explicación, tan certera como neutral, olvida sin embargo las preguntas básicas: ¿cómo se ha llegado a esta situación?, ¿son verdaderamente eficaces las medidas adoptadas? y, a la postre, ¿qué ocurrirá con la llamada economía real?

De lo primero van quedando pocas dudas: la falta de control de los mercados, la irresponsabilidad de una especulación sin límites, el espectáculo suicida de los productos basura y el aliento codicioso del consumo nos han colocado al borde -si no en plena caída- de un abismo en el que podrían estrellarse los logros de nuestro bienestar. Hágase, pues, lo que se deba, pero no sin exigir que cada cual asuma sus responsabilidades. Directivos, gobiernos, autoridades monetarias, economistas… Ninguno deberá quedar impune de sus codicias, incompetencias y errores. De lo contrario, no habremos aprendido nada y estaremos poniendo las bases de un nuevo y acaso todavía más gigantesco disparate.

De lo segundo, vaya por delante que no discuto la opción tomada. Más allá de la paradoja -la destacaba aquí José Aguilar- de un capitalismo que se configura como única alternativa al capitalismo, de la estupidez de un sistema monetario que "crea" dinero ad libitum y sin un soporte material que modere y racionalice sus caprichos y, al cabo, del hecho mismo de estar cediendo al chantaje de unos bancos que nos han dejado claro que para salvar nuestro dinero hay que salvar primero el suyo, seguramente no había otra solución. Un paso imprescindible sí, pero, al tiempo, un paso en el vacío, porque hasta ellos desconocen cuánto nos costará el remedio y si éste tendrá éxito.

De lo tercero, del futuro de la economía real, el pronóstico no puede ser más sombrío. Disminuirá la actividad económica, caerán los beneficios empresariales, aumentará el paro, cerrarán miles de negocios, nos empobreceremos todos. Ahora, como siempre, toca pagar con nuestras penurias la codicia de los poderosos. Nada que merezca nervios, agobios ni prisas. Pura rutina, al fin, que ni inquieta a los políticos, ni importa en absoluto a quienes se saben ya tan ricamente a salvo.

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