EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

El arte de la discreción

EN esta época de exhibicionistas y de mentecatos, en la que una frase de Belén Esteban desata más comentarios que el debate sobre los Presupuestos del Estado, una figura como Sabino Fernández Campo parece un producto de ficción, casi un delirio de un novelista. Pero Sabino Fernández Campo fue un personaje real, en los dos sentidos de la palabra, ya que fue durante trece años jefe de la Casa del Rey. Por suerte para nosotros, Fernández Campo eligió el segundo plano, la discreción, ese arte magistral de saberse hacer imprescindible al mismo tiempo que pasaba desapercibido. Sabía que su talento consistía en estar siempre detrás, al otro lado, donde no se le veía, allí donde su trabajo podía ser más efectivo porque nadie iba a reparar en él.

En cierta forma, el general Fernández Campo fue el equivalente de William Maxwell, el escritor que fue editor de ficción de The New Yorker durante 40 años. Cuando Maxwell recibía un manuscrito de John Cheever o de J. D. Salinger, cogía un rotulador rojo y lo leía con atención. Y luego proponía corregir algunas frases, recortar un párrafo y darle un nuevo giro final. Los escritores casi siempre aceptaban las sugerencias porque conocían el inmenso talento de Maxwell. Y cuando los relatos se publicaban, los elogios eran para Cheever o Salinger, nunca para Maxwell, pero a éste le daba igual. Se conformaba con el trabajo que había hecho.

Y lo mismo puede decirse de Sabino Fernández Campo. Entre 1977 y 1990 fue el William Maxwell de la Casa Real. Fueron los años más difíciles, los años en que tuvo que tomar las decisiones más arriesgadas. Siempre en segundo plano, este hombre aconsejó, escuchó, tachó, sugirió. Fue una mezcla de Falstaff y Polonio, un consejero siempre prudente y nada aficionado a los gestos teatrales. Tenía tanta inteligencia que prefería hacerla invisible. Y sólo por lo que hizo en la larga noche del 23 de febrero de 1981, sólo por la intuición genial que tuvo sobre la participación del general Armada en el golpe de Estado, este hombre se merecería una calle en cada ciudad de España. Me apuesto lo que quieran a que no la tendrá. O tendrá muy pocas.

Pero hay otra cosa todavía más importante en la figura de este hombre que acaba de morir, porque representa la importancia de los funcionarios, de esos hombres -o mujeres- que hacen su trabajo en la oscuridad, con un respeto escrupuloso hacia la ley y sin dejarse engañar -ni mucho menos sobornar- por los políticos o los sinvergüenzas (con frecuencia aunados en una misma persona). Que hoy en día sea muy difícil encontrar equivalentes de Sabino Fernández Campo en nuestra Administración Pública demuestra hasta dónde han llegando las cosas en los tiempos funestos de Belén Esteban.

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