Es de justicia que el Festival de Málaga inaugure su nueva edición con una película llamada El bar, más que nada porque si de algo puede presumir la ciudad es de bares, al menos tanto como de museos. Lo que pasa es que el bar de Álex de la Iglesia es un local de barrio, castizo, el establecimiento al que iría Terele Pávez a pedir un mollete; en el entorno del Teatro Cervantes y el Cine Albéniz, donde estos días se pasea gente con pinta de creer que lucir pantalón pitillo es algo muy importante y con la acreditación colgada al cuello hasta para visitar el excusado, los bares son muy distintos, con titularidad franquiciada y espíritu prefabricado, con camareros que no te conocen y que encima parecen perdonarte la vida cuando te cobran doce euros por ocho croquetas. Pero este clima de quita y pon, al cabo el que regala un centro urbano que ido perdiendo alegremente sus esencias, encaja como un guante con el atrezzo del festival, al que acude mucha gente lo mismo para ver películas que para goler. Hay una clara línea de continuidad entre el rollo gastro del Mercado de la Merced y el área exclusiva habilitada al ladito, en Ramos Marín, donde el personal chaqueteado teclea vaya usted a saber qué en sus tablets al otro lado del cordón mientras devora donuts de chocolate y lo deja todo perdido. Al final, ay, el Festival de Málaga se ha hecho tan de Málaga, tan de toda la vida, porque el tono frívolo de su escaparate es muy del gusto de una ciudad que ha jugado a transformarse a tenor de esto, del envoltorio, de la apariencia, del tú no y yo sí, de quedarse ensimismada con su hermosura sin darse cuenta de que los aprovechados de siempre estaban vendiendo a bajo precio sus valores reales (o, lo que es peor, dándose cuenta y transigiendo con tal de figurar en alguna parte). Si la cultura no deja de ser otra expresión del poder político, el ambiente en torno a la marca cultural es la consolación por la que que al menos con todo esto podemos pasarlo bien, irnos de fiesta y demostrar a quien se nos ponga chulo que podemos codearnos con actores famosos. Lo que Málaga, parece, pedía a gritos.

Que sí, que el Festival de Cine es ya un agente imprescindible y necesario en la vida de la ciudad, que genera atención e ingresos y que se ha convertido en un caramelito del que nadie en su sano juicio se desprendería. No se trata de poner esto en cuestión. Pero sí, tal vez, de expresar cierta nostalgia por usos y costumbres culturales más reales, con gente que tenga verdaderamente cosas que decir y, sobre todo, maestros de los que uno pueda aprender. Una vida cultural más parecida al bar de barrio de Álex de la Iglesia (por mucho miedo que dé) y menos a los decorados recauchutados del centro (que sí que dan miedo de verdad). Es curioso, pero el mismo Festival de Cine regalaba cada año al menos un par de momentos de este calado, pero han ido viniendo a menos hasta casi desaparecer. La frivolidad está bien, ni el chafardeo ni el modelito que se pone tal estrella de temporada para la alfombra roja hacen daño a nadie. Pero que alguien diga algo de una vez. Antes de que sea tarde.

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