HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

La basílica de la Santa Cruz

Se hará realidad el deseo de una conocida nuestra que, durante la agonía de Franco, propugnaba la demolición de las Pirámides de Egipto por haber sido construidas, según ella, por manos esclavas para gloria de sus opresores. No sólo había que demoler los monumentos que recordaran pasados aristocráticos, jerárquicos, clasistas y elitistas: había que destruirlo todo para la construcción de una sociedad nueva para un hombre nuevo. En aquel entonces ya sabíamos que esto sucedió en el pasado varias veces; ahora tenemos la certeza de que ha ocurrido en incontables ocasiones, desde la más remota antigüedad histórica hasta tiempos recientes. Borrar el pasado de la memoria de la calle, no de los libros y, cuando se pueda, aun de éstos, no es tan complejo. Claro que hay arqueólogos e historiadores tenaces que de unos cimientos dibujan un palacio ideal, y por un trozo de estela descubren las falsedades de los escribas. Léanse el libro de Mario Liverani sobre la antigüedad de Israel y verán que los creadores de memorias históricas parciales eran listísimos hace más de 30 siglos, mucho más que los de ahora.

Esta muchacha antiegipciaca no decía nada de la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Su protesta se limitaba a la promesa de no visitarla jamás. Tuvimos más suerte. En algún momento hemos pensado que nuestros escasos prejuicios se debieron, aparte de a una educación familiar, a buenos profesores. El profesor de Historia del Arte nos recomendó visitar el Valle de los Caídos, después, por descontado, del Escorial, por las esculturas de Juan de Ávalos, su grandiosidad y el lugar áspero y hermoso donde se alza. Ya ven qué fácil es predisponer a favor de algo con argumentos del arte, y qué sencillo es también predisponer en contra.

A nuestra generación se le hizo perder un tiempo precioso juzgando el arte y la literatura por las ideas de sus autores. Deberíamos pedir una compensación moral, no económica, como esperan las ancianas que, con sólo su palabra, recibirán un dinerito ridículo porque las pelaron y les dieron aceite de ricino en la guerra del 36. No tuvieron la fortuna de estar en el lado en el que hubieran podido participar en las torturas y fusilamientos de la persecución religiosa. ¡Pobres ellas! Por lo que se ve, los benedictinos abandonarán la basílica de la Santa Cruz y las obras de restauración se retrasarán para que se caiga. No desaparecerá con la rapidez de Cartago. El destino de la literatura y el arte puestos en manos de ideologías intransigentes, que no distinguen entre las ideas particulares de los autores y el resultado de sus obras, las puede arruinar, pero no matar ni borrar su memoria. Iremos a admirar las ruinas, un recurso literario que ha dado obras brillantes: "Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora/ campos de soledad, mustio collado,/ fueron un tiempo Itálica famosa."

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