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Rafael Padilla

Un cambio retrógrado

SOY radicalmente contrario al actual proyecto de reforma de la ley del aborto. Y no sólo por convicciones morales -que en última instancia me pertenecen y desde luego no pretendo imponer en una sociedad plural- sino, principalmente, porque introduce cambios jurídicos inasumibles en cualquier ordenamiento que se proclame civilizado. El verdadero núcleo de la modificación propuesta es convertir un delito, al que, eso sí, se le reconocen ciertas excepciones (los archisabidos tres supuestos despenalizados), en un derecho, a ejercer libre y hasta caprichosamente dentro de determinados plazos y sufragado por todos. Ese giro, que entrega la vida de un ser humano a la voluntad inmotivada de otro, implica la quiebra de valores tan asentados en nuestra filosofía normativa que resulta difícil imaginar la totalidad de consecuencias lógicas, derivables en otros muchos y diferentes ámbitos, de semejante idea.

Traspasada tal frontera, por ejemplo, no existe ninguna razón jurídica coherente para argumentar la infamia de la pena de muerte (al cabo, en este caso, no hablamos ya de seres indubitadamente inocentes), ni obstáculos insalvables para aplicar una solución parecida a grupos (enfermos, discapacitados, ancianos, marginados) que también pudieran llegar a ser molestos, costosos y perturbadores de la salud psíquica colectiva.

Se abren, incluso, alternativas claramente indeseables y contrarias a preceptos vigentes en nuestro Derecho. Así, mientras que en la Ley de Reproducción Asistida se considera infracción muy grave la selección del sexo con fines no terapéuticos, dado que la determinación de éste es ahora posible antes de la semana 14, nada impedirá en el futuro prácticas abortivas que consigan ese intutelable fin. Tampoco alcanzo a comprender cómo compatibilizar el mandato contenido en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, ratificada por España, que prohíbe cualquier discriminación basada en ella y garantiza igual protección legal para todos, con un sistema que amplía la disponibilidad sobre sus vidas hasta la semana 22 (si existe riesgo de "graves anomalías del feto") y a todo el período de gestación, cuando se detecte "una enfermedad extremadamente grave e incurable". La interpretación de esos conceptos, con el antecedente vergonzoso del aborto masivo, al que asistimos, de los bebés con síndrome de Down, pudiera consagrar una gigantesca matanza eugenésica, tan despreciable e inhumana como ilegal.

Vuelvo al comienzo. La disyuntiva estriba en defender a ultranza la vida -aún consensuando la solución controlada de situaciones extremadamente problemáticas- o en destruir ese pilar maestro e inaugurar un tiempo de incertidumbre, sombrío, retrógrado y peligrosísimo. Ésos son, a la postre, los términos de un debate en el que cada cual, más allá de conveniencias y partidismos, tiene la obligación de oír lealmente la voz de su conciencia.

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