El chándal de Fidel

Ese chándal antiguo guarda una lectura dulce: el anciano que se ofrece al mundo como redentor del pueblo oprimido

Mi primer recuerdo de Fidel Castro es una aparición suya como invitado en el mítico programa de televisión que dirigía José Luis Balbín hace muchísimos años (fíjense el tiempo que hace, que la única televisión de entonces ofrecía programas como La Clave), en una tertulia, no recuerdo al resto, vestido con su uniforme militar y hablando con esa voz como de ultratumba tan característica. De los últimos, una foto de agencia en blanco y negro con motivo de alguna visita más o menos relevante en la que el comandante, ya comido por el paso inexorable del tiempo, posa sonriente en chándal deportivo.

Ahora, en la muerte del dictador tras seis décadas de poder, casi retenemos más la segunda imagen que la primera, entre otras cosas porque Castro ha sido posiblemente el detentador de un poder totalitario con mejor prensa del mundo. Bien mirado, ese chándal antiguo guarda una lectura dulce: el anciano que se ofrece al mundo como redentor del pueblo oprimido por el gigante americano no es el justiciero del uniforme, sino el abuelo con chándal y zapatillas. La dictadura de hierro (¿cuál no lo es?) bañada por un cierto halo de justicia ilusoria y social, más poética que real, cantada por cantautores de voz aflautada y ritmos cálidos.

La historia de Fidel Castro, como la del Che de Guevara y otros libertadores americanos, es en realidad la historia de un mito, la de un referente llegado al sitio más alto en el momento idóneo, en una época especialmente convulsa en el mundo, en plena Guerra Fría. En su defensa, o al menos en su disculpa (en las dictaduras suelen funcionar mejor las segundas que la primeras), tiene especial importancia la animadversión que produce todo lo que huela a Estados Unidos aquí, y por qué no decirlo, una cierta sensación de recuerdo nostálgico que deviene en simpatía casi desde que el acorazado Maine saltó por los aires en el puerto de La Habana allá por febrero de 1898.

Esta semana serán los funerales de estado, y a los mismos asistirán representaciones de muchos países empezando por nuestro Rey emérito. Unos celebrarán su muerte como el fin de un período ominoso, otros la llorarán como la pérdida del faro que los guía, pero los más optarán por guardar un respetuoso silencio por el fin de una época. Al fin y al cabo, para qué discutir sobre un personaje amortizado que hacía tiempo recibía en su casa en chándal como cualquier venerable ancianito.

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