EL otro día estaba escuchando la radio y terminé en una emisora que no oigo habitualmente, dirigida sobre todo a la audiencia juvenil. En su programación nacional, dos locutores anunciaron el comienzo de una sección dedicada a ofertas de empleo. En ella, empresarios y delegados de los más distintos ámbitos que necesitan trabajadores para cubrir puestos vacantes entran en directo y dan a conocer todos los datos al respecto. El primero llamaba desde el Campo de Gibraltar: dio cuenta detallada de las especificidades del puesto, la formación y titulación requerida, las condiciones y hasta la remuneración. Cuando terminó su exposición, uno esperaba lo lógico: que uno de los locutores apuntara un numero de teléfono o una dirección de correo electrónico a la que los interesados pudiesen enviar sus curricula. Pero no. En lugar de eso, el locutor en cuestión pronunció un número de cinco cifras al que los susodichos podían enviar un sms con el texto "quiero el puesto de trabajo que ofrece Don Fulano" y, posteriormente, detalló el coste de cada mensaje enviado, más IVA. Por supuesto, cuantos más sms se mandaran, más oportunidades de hacerse con el puesto se tendrían, siempre que se reunieran los requisitos exigidos. Al fin, pensé, hemos llegado a esto. El desempeño de un oficio es ya lo mismo que uno de esos cruceros por el Mediterráneo o el Caribe que sortean en los programas de televisión más chuscos del viernes noche mediante el mismo procedimiento. No un derecho, ni una obligación siempre que se pueda disponer de él y no se esté haciendo nada mejor, ni un mecanismo inestimable para el crecimiento individual, familiar y territorial: más bien un premio, una quiniela, un chollo, un ramo de flores al final de la actuación, una guinda con la que pavonearse en los bares. Decía Eugenio d'Ors que no es el trabajo el que dignifica al hombre, sino al revés. Pero, visto lo visto, hace falta un baño de ética además de mucha economía. Las chuflas, en casa.

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