Por montera

Mariló Montero

Entre el cielo y el infierno

SE llevan a la mina de San José a un puñado de expertos de la NASA. Quieren tratar el rescate de los 33 mineros chilenos como si se les hubiera quedado atascado en el espacio a uno de sus astronautas. La asociación de la inteligencia sideral parecería legítima, pero es comparar la subida al cielo con la bajada al infierno. Como si el infierno y el cielo tuvieran algo en común. Ambos son espacios alejados de la Tierra donde habitan espíritus desconocidos.

En el descubrimiento del espacio hemos llegado a conquistar pequeñas piedras flotantes en la oscuridad iluminada por astros bautizados sólo para nuestra orientación. Como un paseo de Pulgarcito para poder regresar en su caminar desconfiado de la mano de un traidor. ¿El destino? Sí, el destino premeditado y el inesperado. Al cielo se le ha tratado con el respeto con el que se llama a la casa de un dios. O de Dios. Pero con el demonio no tenemos tanta confianza. ¿Quién ha pedido algo al demonio sin una deuda inmortal? Nirvana no es el fuego eterno. En el cielo están los ángeles, la gloria, tus estrellas con sus RIP personalizados. En el cementerio astronómico buscamos la esperanza de la vida con indicios de agua. ¿Qué tenemos en el infierno? Fuego. La maldad y cuatro garbanzos como compensación al temido castigo eterno.

Ahí están los 33. Con la esperanza de estar en un infierno amable, seráfico, del que les separan setecientos metros de una materia que es la tierra por la que caminan sus familias unidas por un cordón umbilical tan frágil y breve como un minuto de charla. La emoción de escuchar hablar a un astronauta desde el espacio nada tiene de comparable con las voces de los hombres que están atrapados bajo tierra en esa mina del demonio. ¿Por qué? Porque la voz desde el espacio es la conquista de un mundo en el que pensamos que hay vida y más inteligente. Pero cuando escuchamos la voz de los enterrados en vida, escuchamos la de ultratumba que resuena por la asociación natural que nos indica que no hay más voces bajo tierra que las que han muerto. En el universo bajo tierra tan sólo hay unos hoyos en los que horadar cobre y minerales por los que siguen muriendo por cuatro miserables pesos. Nada que comparar con el sueldo de un astronauta, entronizado en los libros de historia por mucho que sea el enésimo en haber servido de cobaya extraterrestre. Los mineros de Chile no tienen monos espaciales, ni divertidas comidas minimizadas, como tampoco despiertan la curiosidad de dónde van a parar sus excrementos. Los astronautas arrancan del edén sabiduría y soluciones para los terrícolas. ¿Qué lección desclavarán de los senos del infierno estos 33 hombres? ¿La dignificación de las minas? ¿O nos conformamos con su supervivencia?

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