A pesar de la crisis que también atraviesa, la hermosa lengua castellana sigue deparando sorpresas y momentos entrañables. En la sesión del pasado lunes del juicio por el caso Malaya, el empresario José María González de Caldas quiso dejar claro que nunca le había pagado un euro a Juan Antonio Roca con la evidencia de que lo que tenía que haber hecho era pegarle un tiro, e inmediatamente aclaró: "entre comillas". Las comillas, simples como las que aquí competen, son uno de los signos ortográficos más apasionantes del idioma. Ello se debe en gran parte a que no se someten a unas reglas, digamos, fijas al estilo de los signos de puntuación, sino que obedecen al interés subjetivo de quien las emplea para modificar el significado de algún término. Lo que ocurre es que González de Caldas acabó diciendo algo que seguramente no quería decir, y todo porque el uso que hizo de las comillas (invocadas además de modo vehemente en una intervención hablada) es cuanto menos dudoso. Cuando el usuario pone una palabra entre comillas está llamando la atención del lector (oyente en este caso) respecto a la misma. Como si aclarara "digo esto pero en realidad quiero decir esto otro". Pero, además, el efecto que las comillas causan en las palabras es la ampliación de su significado. El significante queda convertido en eufemismo para que el sentido ascienda varios peldaños. Cuando, por ejemplo, escribimos que nos enfrentamos a un asunto 'delicado', en realidad queremos decir 'grave'. Del mismo modo, cuando el empresario pone entre comillas de manera consciente la expresión 'pegarle un tiro', está insinuando que lo que tendría que haber hecho con Roca es lanzarle un obús, masacrarlo con un tanque, atropellarlo varias veces con un trolebús, fusilarlo frente a un paredón encalado o meterlo en una cámara de gas. Seguro que no quiso decir eso. Pero lo mejor habría sido no acudir a un símil tan lamentable. Ah, si Pemán levantara la cabeza.