el prisma

Javier / Gómez

El comodín de lo público

SI hay una gran reforma pendiente en este país es aquella que iguale los derechos y deberes de los ciudadanos y de las empresas con los de la administración. Vivimos maniatados por un conjunto de normas, leyes y obligaciones marcado claramente por el poder político, que luego se excluye de su cumplimiento. Un particular o una compañía tienen un plazo fijado, por lo general demasiado corto, para pagar sus impuestos; están a la merced, lógicamente, de cualquier inspección de Hacienda, de Trabajo o de Urbanismo, y si se les ocurre recurrir con un contencioso ante una medida administrativa que consideran injusta, que dios les pille confesados y pacientes: pueden prepararse para un lento calvario de años. Los autónomos tienen que liquidar cada tres meses el IVA de facturas, a veces de instituciones públicas, que en muchos casos ni han cobrado ni cobrarán en muchos meses más; o las empresas privadas competir con las públicas cuando éstas se escapan y saltan los controles de la Inspección de Trabajo -habría que revisar los contratos leoninos que se hacían por horas a médicos del SAS para que no cobraran por los fines de semana o los salientes de guardia-. En definitiva, los dirigentes políticos crean unas reglas del juego que después se saltan a la torera recurriendo al comodín de lo público.

Luego está la tremenda falta de responsabilidad de los partidos ante las grandes cuestiones, que deja al administrado a expensas de la voluntad del dirigente de turno en asuntos capitales que, simplemente, trascienden a la ideología o que deberían resistir a los cambios de Gobierno. Como la política energética, que da más giros que un molino, con la correspondiente inseguridad para los inversores. O esa reforma educativa que el PP acaba de plantear, tan imprescindible ahora como lo era durante los años en los que el socialista Gabilondo casi suplicaba por un acuerdo a los populares, que entonces se cerraban en banda. Si la prosperidad futura de un país se mide principalmente por la calidad de su educación, las posibilidades de éxito son reducidas si cada vez que llega un gobernante a La Moncloa le da por cambiar de arriba abajo el modelo sin el necesario consenso. En un país serio debería ser más fácil reformar la Constitución que el sistema educativo, desde luego bastante más crucial que el control del déficit, por ejemplo. ¿Qué pensarían ustedes de una familia que cada cuatro años cambia a sus hijos de colegio y de método educativo? Pues sencillamente que el resultado no puede ser bueno y que esos niños estarán abonados a septiembre.

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