Albert Rivera está cada día más intolerante, o sea, menos liberal, pero hay que reconocer su acierto al calificar la última hazaña del ministro Montoro como el cuponazo. El ínclito ministro ha aceptado rebajar la contribución vasca a la Hacienda nacional a cambio de que el PNV apruebe los Presupuestos Generales del Estado. Así estamos desde los años 70: cada vez que Suárez, González, Aznar, Zapatero o Rajoy han estado en minoría la media docena de diputados nacionalistas vascos han puesto el cazo para cobrar sus escaños a precio de oro. Y los catalanes, igual.

Esto ha ocurrido, entre otras cosas, porque ni al PP ni al PSOE les ha parecido mal en el pasado, ni les parece mal en la actualidad. Podemos tampoco le hace ascos a esta clara desigualdad entre los españoles. Y el Gobierno andaluz, sin ir más lejos, no ha dicho ni mu. Ni ahora ni nunca. La presidenta no se ha atrevido a manifestar en público que le parece injusto. Esta semana el vicepresidente Jiménez Barrios ha dicho, como cosa excepcional, que consideraba inoportuno que se aprobase el nuevo cupo vasco antes de establecer el futuro sistema general de financiación autonómica. La Junta no discute ni el fuero ni el huevo, sino el calendario.

Hay expertos solventes que calculan que los 1.300 millones de euros anuales del cupo representan menos de la mitad de lo que deberían tributar las provincias vascongadas. Pero además el PP ha pactado la devolución de cantidades cobradas supuestamente de más, con lo que en los próximos años el cupo bajará de los 1.000 millones. Se esgrime que está en la Constitución, pero la Disposición adicional primera no establece ninguna cantidad, ni fórmula. El economista Ángel de la Fuente, director de la Fundación Fedea, lo explica con un sarcasmo: la Constitución no dice que las diputaciones vascas tengan derecho a hacer mal las cuentas. Ni tampoco dice que los ministros de Hacienda tengan que comulgar con ruedas de molino.

El primer concierto lo negoció en 1979 una UCD en precario por su minoría parlamentaria y por el casi centenar de asesinatos anuales de ETA. Sin esos muertos, no se habría consagrado el pacto entre el Estado y las Haciendas forales vasca y navarra de 1878, tras las tres guerras carlistas. Es un precedente. Ahora, nos disponemos a presenciar otro pacto similar entre los rebeldes soberanistas catalanes y un Estado tentado de darles alguna satisfacción. Resultaría perverso que la lección para el resto del país fuese que los territorios pacíficos, en los que no se desatan guerras, terrorismo o rebeliones, tengan una peor financiación o peor trato inversor.

En todo caso, la enseñanza de estos cuarenta años de moderno parlamentarismo es que han hecho buenos negocios las regiones con un partido específico que tuviese el cazo puesto cada vez que el Gobierno de la nación se quedaba en minoría. Y Andalucía no ha tenido ni cupo, ni cazo.

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