Los demonios

A lo que más se parece el fanatismo religioso es al fanatismo de cualquier clase

Más allá de las disquisiciones de Dostoievski a propósito del alma rusa, de su trasfondo ideológico o incluso de su cualidad visionaria, Los demonios es la gran novela sobre el nihilismo -un término popularizado por su compatriota Turguénev- y tal vez la primera que abordó en profundidad el fenómeno del terror que entonces, a comienzos de la década de los setenta del siglo antepasado, tenía un carácter todavía incipiente y no del todo indiscriminado. Con razón suele ser citada por quienes reflexionan sobre las motivaciones de los terroristas y su eventual disposición al sacrificio, envuelta en un discurso tóxico que independientemente de las causas invocadas nace siempre del odio y necesita de él para transmitirse, lo que resulta ahora mucho más fácil que en los tiempos de las imprentas manuales. No es grato constatarlo, pero el poder seductor de la destrucción existe y ni siquiera el lúcido Camus, que escribió una versión teatral de la misma novela, dejó de hablar con cierto respeto de quienes se autoinmolan por una idea, aunque condenara como el propio Dostoievski los crímenes de los endemoniados.

Abundan los motivos que convierten el yihadismo en una variante especialmente grave y en más de un sentido novedosa, pero por lo que sabemos de ella la torturada psicología de los aspirantes a mártires -o el cinismo perverso de quienes los manipulan para convertirlos en asesinos despiadados- no son esencialmente distintos a los de los conjurados descritos por el novelista, seres oscuros e incapaces de apreciar el valor de una vida humana. Al margen de su orientación religiosa o política, nacionalista o revolucionaria, la lógica o la sinrazón del terrorismo sigue unos patrones similares que no admiten la justificación -tampoco cuando lo practican los estados- ni pueden ser entendidos, en ninguna circunstancia, como un medio legítimo de lucha. Parece mentira, pero durante demasiado tiempo ha habido demasiada gente que no lo tenía claro y aún hoy se oyen voces reticentes o comprensivas. Los nihilistas de Dostoievski eran ateos radicales, pero su fe ciega -muy diferente del escepticismo- y su culto de la violencia sanadora, dos conceptos consustanciales a los credos totalitarios, tienen muchos puntos en común con el engrudo teocrático que alimenta a los salvajes peones del integrismo, bastantes de los cuales han nacido o habitan en el detestado Occidente que sueñan con aniquilar. No cabe hablar de islamofobia cuando se trata de defender los valores ilustrados. A lo que más se parece el fanatismo religioso es al fanatismo de cualquier clase.

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