Una madre muy joven y su hijo de unos cuatro años van sentados en el bus. El pequeño, con la inocencia lógica de su edad, señala al señor que tiene enfrente y pregunta intrigado: "mamá, ¿ese hombre por qué es negro?".

Habré ido a Barcelona cerca de una decena de veces. Salvo que fuera un destino puente, siempre he ido a caminar por Las Ramblas. Es una ciudad ingobernable, magna, imposible de albergar plenamente si vas con poco tiempo. Pero el paseo por allí es casi involuntario. Es como la aduana de la Ciudad Condal. No es solo un crisol de culturas, también de vivencias. Ahí he intentado desembarazarme de una resaca inesperada. Me he hartado de esquivar hindúes que tan pronto te venden un paraguas como un ventilador de mano. He visto a mimos y guitarristas dignificando la palabra arte a cambio de migajas o céntimos sobrantes. Me he sorprendido a mí mismo comprando un regalo romántico ignorando que estaba enamorado. He abrazado un sol que nunca falta a la cita y te guía hacia el mar. He maldecido precios desorbitados y comprado gangas. He imaginado a Pau Donés inspirándose cuando sus anónimas pintas se mimetizaban con quienes le rodeaban. He visto camisetas del Barcelona y del Real Madrid a centímetros unas de otras. Siempre embriagado por una sensación de paz. Cuando vuelva a Barcelona, repetiré un paseo que es rito obligatorio para el visitante y el nativo.

Las Ramblas es un cajón de lo diverso. Como toda Barcelona. De ahí su encanto y su capacidad de seducción como ciudad. La diferencia es una de las mejores enseñanzas que le puede dar a alguien la vida. Porque es el rasgo que une a las personas más antagónicas. Una de las frases que más me violentan es ese intento de moraleja que dice que todos somos iguales. Sí, entiendo el mensaje que quiere trasladar, pero está mal formulado. Porque a lo que hay que enseñar a todo el mundo desde pequeño es que todos somos diferentes; es la única manera de comprender y normalizar las diferencias de toda índole. Un niño de rasgos orientales y otro centroeuropeo no son iguales. Ni el más gordo y el más flaco, o una niña de ojos marrones y otros azules. Es admitir y entender la diferencia lo que nos hace respetarnos. No digo que esto cure el terrorismo, esa lacra es mucho más compleja. Pero humanizaría muchísimos actos del día a día.

La madre se escandalizó con la pregunta de su hijo. Él fue regañado como si hubiera hecho algo malo. El señor de raza negra ladeó la sonrisa, como quien se ríe de un niño que tira el chupete adrede con cara de pillo.

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