EL plan que prepara el Gobierno para conseguir que aflore -hermoso verbo- la economía sumergida viene a ser un sucedáneo de un plan que se necesita más y que produciría mejor resultado: el que obligaría a aflorar el fraude fiscal extendido en amplios sectores de la sociedad española. Pero bueno, está bien.

Para que no le llamen represivo y precipitado, Zapatero le ha encargado al ministro de Trabajo, Valeriano Gómez, que empiece por ofrecer a los empresarios y trabajadores sumergidos una especie de amnistía: un plazo de tres meses, hasta finales de junio, para regularizar su situación sin sufrir sanción alguna. Quiérese decir que en los tres meses próximos las deudas de las empresas con la Seguridad Social no serán perdonadas, pero se condonará la multa prevista y se fraccionará y aplazará el abono de las mismas. Como en los anuncios antiguos: "Grandes facilidades de pago".

Transcurrido ese plazo de semiindulto, la Inspección de Trabajo acometerá una campaña acorde con su nombre, persiguiendo a los infractores con sanciones más rigurosas que las vigentes (que de todos modos se aplican poco). No le va a ser difícil, porque el actual régimen sancionador es tan blandengue que prácticamente supone un estímulo para el fraude. Las infracciones leves, por ejemplo, se sancionan con entre 30 y 60 euros, y las muy graves no pasan de 90.000. La Inspección castigará con mayor dureza a los empresarios que no den de alta en la Seguridad Social a sus empleados, y también a los trabajadores que estén cobrando en negro por su trabajo y, a la vez, cobren el subsidio de desempleo. Es de justicia, ya que una actividad económica sumergida implica la connivencia de la empresa que promueve la irregularidad y del asalariado que la ejerce como chapuza para complementar su desempleo, siempre insuficiente.

Del fenómeno de la economía sumergida no se conocen datos reales, precisamente por permanecer sumergida, aunque todos los estudios coinciden en que podría significar más del veinte por ciento de la producción nacional. Lo que sí se conoce es que supone un serio daño a la economía de todos. A las empresas que cumplen con la ley les supone una indudable competencia desleal, ya que sus costes laborales son más elevados. A las arcas públicas les perjudica una actividad descontrolada que no cotiza a la caja común de la que sale el dinero necesario para procurar el bienestar colectivo. A los propios trabajadores no declarados, aunque en primera instancia se beneficien de la alegalidad, no les gustará verse desprotegidos social y laboralmente cuando les haga falta alguna cobertura.

Al país, en fin, no le conviene nada mantener en la clandestinidad una parte de su riqueza. Ni al Estado perder una parte de sus ingresos.

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