EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

La gran ballena

NO sabemos exactamente cuándo ocurrió, pero hubo un momento en que el capitalismo se internó en el territorio de lo virtual, es decir, de lo que no tiene una existencia real. Antes de eso hubo un tiempo en que las empresas compraban y vendían objetos palpables, ya fuesen camisas, locomotoras, fregonas o chupa-chups. Y mientras existían esas empresas, había unos márgenes de beneficio que guardaban una cierta proporción con los costes de fabricación y con los salarios que recibían los trabajadores. Digamos que nadie -a no ser un demente de las finanzas- esperaba ganar un cien por cien de beneficios en un solo año. Y mientras duró esta forma de entender el capitalismo, el empresario mantenía una relación más o menos humana con su empleado. Al menos sabía quién era y cuáles eran sus condiciones de trabajo. No quiero decir que el empresario renunciara al beneficio, porque eso sería ir en contra de las normas del sistema, pero sí que el empresario sabía que un buen empleado era el mejor patrimonio que tenía. Y por eso necesitaba tener un empleado leal, cualificado y a ser posible satisfecho con sus condiciones de trabajo. Y a ese empleado se le ofrecía un trabajo desde que era muy joven, con la idea de que siguiera en el mismo sitio hasta que le llegase la hora de jubilarse.

Pero todo esto cambió con la llegada del capitalismo virtual del siglo XXI, cuando los cálculos de beneficio ya no se establecían a partir del valor de los objetos contantes y sonantes, sino a partir de unas filigranas financieras que en realidad no eran nada más que humo y embeleco y voracidad rampante. Un constructor de la nueva escuela no quería ganar un porcentaje razonable de beneficios -digamos que un diez o quince por ciento-, sino un cien por cien, o quizá mucho más, para poder alcanzar en muy poco tiempo el tren de vida de una estrella del rock o un actor de Hollywood. Y fue así como se creó la burbuja financiera que explotó en el año 2008, cuando los bancos ya no pudieron vender más casas encarecidas de forma artificial a unos compradores que en realidad no tenían el dinero suficiente para comprárselas.

El anuncio de las 6.000 jubilaciones anticipadas en Telefónica, después de haber tenido beneficios durante muchos años consecutivos y de haber anunciado un jugoso reparto de dividendos entre sus directivos, responde a este nuevo patrón de capitalismo enloquecido en el que nos movemos, ese capitalismo para el que ya sólo cuentan los beneficios desproporcionados y en el que los trabajadores pueden ser sacrificados en cualquier momento. La gran ballena del beneficio implacable necesita devorar y devorar todo lo que encuentre, hasta que ya no le quede más remedio que devorarse a sí misma. No falta mucho.

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