La cabra tira al monte y el señor Trump al nacional-populismo. No hay que hacerse falsas esperanzas. Podemos ir descifrando frases y gestos del personaje para intentar adivinar si cuando llegue al poder va a cumplir todas sus promesas/amenazas o la realidad le hará desistir de algunas de ellas. Con seguridad atemperará sus exabruptos y no intentará meter en la cárcel a la señora Clinton ni deportará a tantos mexicanos como él quisiera ni instalará un proteccionismo feroz como había anunciado. Sin duda se avendrá a la ortodoxia económica liberal que le demandarán sus correligionarios republicanos, pero, con todo, eso no será ni lo peor ni lo más preocupante del fenómeno Trump.

Lo perjudicial ha sido el discurso que ha ido enhebrando y los sentimientos que ha ido aunando en esa parte del pueblo americano que, prácticamente por mitad, le ha apoyado. Realmente ha conseguido cambiar el sujeto político, que ha dejado de ser la persona para sustituirlo por un ente abstracto e indeterminado que es la nación americana. Ya ni la ciudadanía, ni los derechos humanos, ni la dignidad, ni la libertad, ni siquiera la justicia, han formado la parte central de sus preocupaciones. Ahora, las fronteras, la seguridad, la raza, la religión, los inmigrantes, el rearme ante el emboscado enemigo se han convertido en el elemento central de su mensaje y, al parecer, en la principal preocupación de sus conciudadanos. Ese es el gran riesgo.

Lo grave es que ese discurso tan simple y perturbador no es exclusivo del señor Trump y de parte del pueblo americano, sino que más o menos amortiguado tiene su correlato en realidades propias. El discurso de patriotismo de campanario sobre la pérdida de la esencia nacional, la sobrevaloración de las cualidades singulares de un pueblo, de su historia o de su cultura van inoculando un sentimiento de orgullo y fortaleza. Pero para reforzar ese sentimiento nacionalista siempre hay que tener un enemigo real o ficticio que radicalice y genere una sensación de asedio y persecución. En este empeño de sobrevalorar lo propio y buscarse enemigos no es difícil deslizarse por el nacionalismo ramplón o por el provincialismo más pobre para tratar con desdén a algún colectivos. De esta forma, apoyados en la mentira patriótica lo mismo se puede tratar de delincuentes a todos los sin papeles, que se afirma que son los niños andaluces los que van a Cataluña a drogarse o se fabula que son los madrileños, con su generoso esfuerzo de pagar los impuestos, los que mantienen los servicios sociales de los ociosos ciudadanos del sur.

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