¿Qué hacer?

Se ha pasado, en pocos días, del desconcierto y de la incertidumbre a la sospecha de que lo peor es posible

Se han precipitado tanto los últimos acontecimientos políticos -interiores y exteriores- y vienen acompañados de tantos síntomas funestos, que, por una vez, las alarmas sociales han funcionado. Esta primera reacción, perceptible en la prensa y en la calle, transmite la imagen de haberse captado el peligro y la necesidad de actuar. Por fortuna, una parte de la sociedad civil ha comprendido que las iniciativas tienen que surgir de ella porque la clase política, incluso la mejor intencionada, ha perdido capacidad de convicción y arrastre. Por tanto, se ha extendido la conciencia de estar viviendo momentos graves, y, por ello mismo, habría que convertir este malestar público en herramienta movilizadora. ¿Pero cómo, qué hacer? se preguntarán muchos, asustados ante la similitud de estos acontecimientos con las turbulencias políticas de tan fatales consecuencias en la Europa de los años treinta. Se ha pasado, en pocos días, del desconcierto y de la incertidumbre a la sospecha de que lo peor es posible, al estar expuestos al poder de quienes no inspiran ninguna confianza.

Estas situaciones políticas y sociales inestables van a perdurar y con desenlaces imprevisibles. Por ello se hace acuciante contar con una sociedad civil, articulada y con medios para exponer sus criterios y presionar con fuerza a las instituciones políticas. Las recetas inmediatas pueden ser diversas. Para algunos, la mayor enseñanza de estos días reside en la vulnerabilidad del escenario político democrático, en el que muchedumbres de electores pueden dejarse seducir, cada vez más, por apuestas populistas e irracionales. Esas masas -manipulables por cantos de sirenas deliberadamente demagógicos- dan un claro ejemplo de un seguimiento político equiparable a los que llevaron al poder a los peores tiranos del siglo XX. Pero esas masas no han aparecido espontáneamente, han sido fabricadas por una ingenuidad convertida en mantra sociológico: las audiencias. Ese salvoconducto que ha permitido que políticos y dirigentes de radios y televisiones públicas rellenen sus programas sólo con las más tópicas banalidades. Pero, para mayor tristeza, si la tendencia en los medios ha sido rebajar cualquier tipo de esfuerzo y exigencia crítica, ese mismo criterio ha gobernado los planes de la educación y la política cultural. El qué hacer regeneracionista debe emprender en estos campos sus primeros pasos. Y, sobre todo, es en Andalucía donde resultan más necesarios.

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