EN el año 2009 los expertos del Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco), órgano del Consejo de Europa de utilidad práctica dudosa, formuló seis recomendaciones a España para levantarle el suspenso que nos daban en materia de transparencia de las finanzas de los partidos políticos. El 1 de abril pasado el Greco volvió a suspender a España: no ha cumplimentado de modo satisfactorio ninguna de la seis.

Las reservas sobre los dineros del sistema político español las podría haber suscrito cualquier observador. Se refieren a: préstamos de los bancos en condiciones inmejorables -las que se niegan a empresas y particulares-, créditos cancelados sin justificación suficiente, opacidad en las cuentas de las agrupaciones locales de ciudades y pueblos grandes, falta de información sobre las fundaciones vinculadas a los partidos y ausencia de control interno y de auditorías externas. En 2005 las deudas de los partidos españoles con los bancos alcanzaban los 144 millones de euros. Seguro que ahora la cifra es superior.

Las finanzas de los partidos se han ganado a pulso una calificación popular: son un huerto sin vallar. Un patio de arrebatacapas en el que todo es oscuro y sinuoso, envuelto en la bruma del patriotismo sectario y propicio a moverse en el borde de la legalidad, a veces dentro y a veces fuera. El problema es que los que tendrían que controlar que las cuentas fueran transparentes y atenidas a la ley son los mismos que hacen lo posible para que no lo sean. Al Tribunal de Cuentas le regatean los datos imprescindibles para supervisarlas.

La agenda financiera de los partidos tiene varias características comunes. Una, que la austeridad no va con ellos. La inmensa mayoría de los españoles ha tenido que ajustar sus gastos a causa de la crisis. Los gastos de los partidos, por el contrario, mantienen una tendencia irresistible al crecimiento. No hay más que observar qué campañas electorales se montan. Dos, que para subvenir a tanto gasto creciente hace falta multiplicar los ingresos y que el instrumento más a mano para lograrlo no es otro que el uso de los cargos públicos situados en las administraciones que contratan obras y servicios, aprueban concesiones, reciben suministros, otorgan licencias, autorizan actividades y recalifican terrenos.

Ahí está el origen de la corrupción política. Los que la cometen al margen de la ley suelen escudarse en que todo lo hacen por el bien del partido, no para forrarse ellos. Pero sigue siendo corrupción. Es más, la experiencia enseña que lo normal es que no todo el dinero ilícitamente obtenido con destino teórico a las arcas partidarias acaba en ellas. Siempre queda un pico para el intermediario. Será por los servicios prestados a la causa.

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