Postrimerías

Ignacio F. / Garmendia

El laberinto griego

POCOS pueblos europeos de la edad contemporánea han tenido una identidad tan atormentada como los modernos habitantes del milenario solar de la Hélade. El contraste entre la comunidad ideal o idealizada de la Antigüedad y sus herederos, aún marcados por el recuerdo de la dominación turca, ha sido tantas veces resaltado que no es raro que haya acabado afectando a la autoestima colectiva de los griegos. Ello no explica la interminable crisis actual, pero sí una necesidad de reafirmación que trasciende las razones económicas o políticas y no parecen tener en cuenta quienes se sirven del hundimiento de la nación para ilustrar sus tesis precocinadas, ofrecidas como infalibles llaves maestras de validez universal.

A los que escriben del laberinto griego recurriendo a cuatro tópicos adornados con citas de Wikipedia, habría que recomendarles, además de respeto, que se ilustraran un poco o al menos dejaran por un momento a un lado las cifras para mirar a las personas. Esto vale para los partidarios de las implacables recetas liberales y para sus heterogéneos adversarios, aunque los mejores entre los segundos -otros son meros oportunistas- tienen a su favor una mayor conciencia del innegable sufrimiento que aquellas han provocado en la población más indefensa. Nadie puede desmentir que los propios griegos tengan una parte no pequeña de responsabilidad en lo ocurrido, pero esto no justifica el acoso de los poderes financieros ni faculta a las instituciones europeas o internacionales para castigar a todo un pueblo -Grecia es culpable, sugieren, tiene que pagar por ello- de forma indiscriminada.

La actualidad se ha vuelto tan vertiginosa que es imposible aportar diagnósticos claros ni saber lo que va a ocurrir dentro de unas horas, pero una solución que pase por abandonar el país a su suerte ni sería solución ni sería justa ni sería digna. Demasiadas veces los griegos han asumido, en función de lo que Nikos Dimou llamó CNI o Complejo Nacional de Inferioridad, que viven en un permanente estado de decadencia, de acuerdo con una mentalidad autopunitiva que entre nosotros también ha tenido adeptos. La cuna de Europa se ha sentido a menudo excluida del continente y sus dirigentes han cometido errores, pero no es ya una cuestión de balances o ni siquiera de ideología. Los griegos son nuestros hermanos y a los hermanos hay que apoyarlos incondicionalmente. Por eso, frente a lo que dice la canciller alemana, es la hora de tenderles la mano a cualquier precio.

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