EKIMARIG murió en su casa de Valladolid, con veintidós años. Karen, de 35, de Bolivia, murió en Valencia, acuchillada. Cecilia Natalia, de 25, argentina, apuñalada en la cafetería de Nerja en la que trabajaba, justo en el Balcón de Europa. Balcón de un sueño europeo para inmigrantes que acaba en pesadilla.

Son las tres últimas víctimas de la violencia machista. Sacrificadas por sus parejas o por hombres a los que ellas habían decidido convertir en sus ex parejas, y no lo aceptaron en un grado explícitamente brutal y trágico. Las tres confirmaron lo que muchos días intuimos cuando los telediarios empiezan a contar un nuevo caso de violencia doméstica: ahí debe haber un inmigrante, una inmigrante o los dos a la vez. Como víctima y como verdugo.

Y acertamos. No siempre. Pero sí este fin de semana, y en muchas otras ocasiones. Los datos lo avalan: la población inmigrante está en torno al 10% de la población nacional, pero en lo que va de año los asesinatos de violencia doméstica de mujeres por inmigrantes suponen un 40% del total. Cuatro veces más de lo que sería el porcentaje derivado de la estricta proporción demográfica. El drama las persigue con cuádruple intensidad que a las mujeres españolas.

El responsable de Violencia de Género en el Ministerio de Igualdad, Miguel Lorente, tiene una explicación sociológica razonable para este fenómeno. Según Lorente, la distancia física entre estas mujeres y sus familias de origen las convierte en una presa más fácil para los depredadores del machismo. Sus agresores provienen generalmente de una cultura netamente patriarcal que asume como normal la posición subordinada de la mujer, llamada a procrear, cuidar del marido y los hijos y obedecer. Por último, las parejas inmigrantes suelen moverse en un universo pequeño, de relaciones cerradas y endogámicas, como si trasplantaran aquí su vida en una sociedad pequeña en la que todos se conocen y los actos de autonomía de la mujer son contemplados como auténticas humillaciones a "su" hombre.

No está computado, pero me imagino que también influye, el efecto que la crisis económica puede tener sobre el maltrato y la violencia de género. En la medida en que el desempleo y la precariedad crecientes agudizan las dificultades para la convivencia, disminuyen la autoestima y enrarecen las relaciones familiares es indudable que la población inmigrante, la maltratada y la maltratadora, están en peores condiciones para cohabitar con normalidad. El machismo latente se destapa con más facilidad, y rudeza, cuando anida en un ambiente de paro, marginación, desesperanza, alcoholismo o impotencia.

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