Cuchillo sin filo

Francisco Correal

Está mal vista y es invisible

EL terror no descansa ni deja descansar a quienes le ganan puntuales batallas. El mes de julio de 1997 empezó con la buena noticia de la liberación de José Antonio Ortega Lara después de un largo cautiverio en un zulo. No dio tiempo a digerir tanta alegría, porque a mediados de mes, en las inmediaciones de Lasarte, un canalla asesinó al concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco después de un agónico secuestro. La alegría por la liberación de los cooperantes Albert Vilalta y Roque Pascual apenas duró 24 horas: se acabó la euforia con el asesinato en Afganistán de los guardias civiles José María Galera Córdoba y Abraham Leoncio Bravo Picallo y del intérprete Ataollah Taefik Alili.

Dios me libre de buscarle tres pies al gato a este continuum, una relación causa-efecto. Pero debe quedarnos muy claro que el enemigo que liberó a los cooperantes de la caravana solidaria del Sahel previo pago del rescate es el mismo que ha celebrado la muerte de tres compatriotas -el intérprete iraní tenía la nacionalidad española- en Afganistán, el mismo que alborotó a la población civil para propiciar un enfrentamiento con las tropas allí desplazadas. La obligación moral del Gobierno, yo diría que de todos nosotros, era luchar, porfiar e incluso rezar por recuperar sanos y salvos a los cooperantes. Pero ellos en su fuero interno sabrán, es su particular obligación moral saberlo, que el derecho a la vida no es un pronunciamiento genérico: que la liberación de sus vidas puede suponer a largo plazo el sacrificio de otras. Son cooperantes, no mártires. Pero llevan el riesgo en su mochila, como el torero no saldría a la plaza si no supiera que ha suscrito un contrato con la muerte, que en el lance lo va a tener en continuo baile y merodeo. Igual no se entiende la analogía en una parte de la opinión pública catalana para la que un torero, asesinos en las pancartas de los aledaños de la Monumental, tiene peor reputación que un talibán o un guerrillero de Al Qaeda.

En el tablero de ajedrez de este conflicto encubierto, España ganó dos fichas y en la siguiente jugada su adversario le arrebató tres. No es sólo que la guerra esté mal vista en el país que se soliviantó con el No a la Guerra. Además de mal vista, el enemigo es invisible. No es la guerra de antaño, la que me evocaba mi amigo Zacarías Cotán al recordar la película El viento y el león, que tiene como punto de partida el secuestro de una súbdita norteamericana y sus dos hijos por Ahmed Ben Mohamed El Raisuni, sultán de los bereberes. El señor del Rif se enfrenta a Theodore Roosevelt, presidente de los Estados Unidos, que le profesa una rivalidad que acabará en mutua admiración, algo impensable en una guerra sin entrañas que el buenismo quiere vender como entrañas sin guerra.

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