La tribuna

Oscar Eimil /

Aquellos maravillosos años

ES bien sabido que en política, lo mismo que en la vida, las cosas que hacemos y las que dejamos de hacer producen consecuencias. Por eso es tan importante la responsabilidad de cada uno en el ejercicio de los instrumentos de participación política de que todos disponemos. Por eso lo es también la responsabilidad de los titulares de esa función pública en un desempeño, por lo demás, tan pobremente valorado por nuestra sociedad.

Les cuento esto como introducción porque estamos presenciando estos días -empezando a presenciar, sería más preciso- ciertas situaciones que, sin duda, están haciendo estremecer, hasta lo más íntimo, a las muchas personas de bien que viven en nuestro país. Me refiero, claro está, al goteo de salidas de prisión que se están produciendo desde el mes pasado, y que se iniciaron con la sentencia de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que pone fin a la controversia jurídica y política sobre la llamada doctrina Parot; excarcelaciones que afectan, todas ellas, a convictos por crímenes abominables de diversa condición. Y como son muchas las personas de buena fe que, ante este dislate, se echan las manos a la cabeza, conviene que en este momento hagamos algo de memoria para intentar comprender lo que está sucediendo, y repartir, si es posible, las responsabilidades que, desde luego, se derivan de esta situación.

Va a hacer ahora diez años que los españoles, golpeados por el trauma que supuso lo acontecido aquel 11 de marzo de infausto recuerdo, dimos mayoritariamente nuestra confianza, en unas elecciones generales, a José Luis Rodríguez Zapatero; persona sin duda bien intencionada, pero como muy poca o ninguna experiencia en el ejercicio de cargos de responsabilidad, y con unas ideas sobre la naturaleza humana más propias de un estudiante universitario que de quien estaba llamado a regir los destinos de una nación.

Aquella primera legislatura, cuando el país sesteaba sobre la abundancia creada artificialmente con el dinero que entraba a chorro por nuestra frontera pirenaica fue -¡qué bonito!- la de los juegos florales: la del Estatuto de Cataluña y la de la negociación política con ETA. De aquel entonces, quedan en el recuerdo el "España se rompe" que con mucha coña marinera se dirigía desde la bancada del Gobierno a todo aquél que osaba discrepar del disparate que se estaba perpetrando con aquella negociación territorial, y también, cómo no, los circunloquios del fiscal general sobre las "togas machadas con el polvo del camino" como paradigma de la ignominia que representó la negociación con los que hablaban en nombre del terror.

Pues bien, de parte de aquellos polvos, pero no sólo de aquellos, como veremos, vienen a vernos ahora estos lodos, que insultan la memoria de todas las víctimas; las que estos días claman ante nuestras conciencias reclamándonos esa justicia que, en parte, no les hemos sabido dar.

Por eso conviene mucho recordar ahora lo que ha sido en democracia el comportamiento de unos y de otros en el desenvolvimiento de nuestra legislación penal y penitenciaria. Conviene recordar quiénes fueron los que, amparándose en la excusa de una mal entendida reinserción y olvidándose de la naturaleza esencialmente punitiva que tienen las penas privativas de libertad, impidieron durante muchos años la reforma radical de una legislación que ha permitido -a los hechos me remito- tanto que el asesinato de un inocente se pague con un año de prisión como que el arrepentimiento y la reparación del daño causado no sean requisitos indispensables para la excarcelación. Conviene también recordar quién fue el que, a pesar de las muchas descalificaciones recibidas, llevó al Código Penal el cumplimiento íntegro de las penas y elevó a 40 años el tiempo máximo de estancia en prisión. Conviene, por último, recordar lo que dicen todavía algunos, con contumacia, sobre la prisión permanente revisable que está a punto de incorporar a nuestro ordenamiento el Gobierno de la nación.

Porque todo esto que está pasando y que remueve nuestras conciencias hasta lo más hondo no estaría sucediendo si hubiéramos tenido entonces las armas de que ahora disponemos para defendernos de los que no respetan el derecho de todos a vivir en paz. Y esas armas las tenemos hoy gracias a unos y muy a pesar de otros; por lo que es bueno que identifiquemos ahora a los que durante estos años han sido progresistas de verdad y a los que se han limitado a decir que lo eran, porque progreso es, sin duda, la libertad individual, y retroceso la impunidad.

Al final, sólo nos queda reparar en la medida de lo posible el daño causado a las víctimas, todas ellas accidentales de una situación de la que no eran responsables, tomar buena nota de las reacciones de unos y otros, y hacer votos para que toda esta vergüenza por la que tenemos que pasar ahora no se vuelva a repetir jamás.

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