Si Ben Laden hubiera estudiado un máster en la Harvard Business School no lo habría hecho mejor. Si el vicepresidente Solbes, la canciller alemana Merkel, el propio Zapatero o el gobernador del Banco de España pertenecieran a una célula de Al Qaeda, no se les habría ocurrido mejor atentado financiero que sus declaraciones y comparecencias para garantizar la salud del sistema, la seguridad de los depósitos bancarios. ¿O acaso volaría usted en una aerolínea cuyo presidente se tira todo el día garantizando las indemnizaciones en caso de accidente?

Un conocido mostraba hace unos días los primeros síntomas de grave preocupación por lo que está ocurriendo: "Hasta ahora no me había asustado de verdad con la crisis. Pero mi madre me acaba de llamar para preguntarme si saca los 2.000 euros que tiene en su cartilla del banco". Ayer a otro compañero lo llamaba su angustiada abuela para hacerle la misma pregunta. Con cada frase, con cada declaración, con cada juramento de que los ahorros no corren peligro, sólo se consigue inocular un poco más la semilla del miedo. Y si mañana tenemos a millones de personas de todo el mundo intentando que su banco o caja les reintegre sus ahorros, se acabó. Habrá que resucitar a Steinbeck para que escriba una nueva versión de Las uvas de la ira.

Hay momentos especiales en los que cualquier mensaje de tranquilidad que se lanza sólo contribuye a hacer más ruido, más daño. Como el pequeño pastor que le grita a la montaña nevada para que pare un alud. Y a río revuelto siempre hay quien intenta pescar para echar algo a su cazo. Los promotores, de capa caída, que esta semana se citan en el Salón Inmobiliario del Mediterráneo de Málaga, se han apresurado a lanzar la idea de que el ladrillo vuelve a ser la mejor inversión para el dinero, y no la cuenta de cualquier banco, por muy garantizada que esté. Al menos el vendaval de la crisis no se lo llevará volando.