SÓLO nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Cada vez que se convoca una huelga general caemos en la cuenta de que la democracia española no ha sido capaz, en treinta y dos años de Constitución democrática, de desarrollar una ley de huelga que establezca, entre otras cosas, los servicios mínimos a garantizar en sectores estratégicos.

Pasan las huelgas generales, con mayor o menor seguimiento, y vuelve a olvidarse la necesidad de regular el ejercicio de este derecho fundamental de carácter social. Hasta la siguiente. Y en ello estamos ahora, cuando se aproxima el 29-S y se adivina una trifulca por los servicios mínimos de transporte. Sindicatos y Gobierno (de Aznar) no se pusieron de acuerdo en la huelga general anterior, la de junio de 2002, y el asunto acabó en los tribunales, que fallaron, como cabría esperar, años después, cuando ya era demasiado tarde.

En esta ocasión CCOO y UGT se han adelantado a presentar su propuesta. Lógicamente, es lo máximo en mínimos: pretenden que solamente circulen los trenes de cercanías en las horas punta, que no haya vuelos internacionales y que los nacionales se restrinjan a uno por trayecto de ida y vuelta. La otra parte, el Gobierno -destinatario de la huelga, aunque los vídeos de UGT inducen a pensar otra cosa-, tratará de que no sean tan mínimos. Las centrales ponen el énfasis en el derecho de los huelguistas, y el Ejecutivo en los derechos de los ciudadanos perjudicados por éstos. Será difícil el acuerdo, y todo por no haber pactado una regulación que lleva tres décadas de retraso.

El funcionamiento del transporte es fundamental para determinar el seguimiento de la huelga general. Si no funciona se trastorna todo, la gente no puede llegar al trabajo ni hacer viajes y gestiones. Igual que el paro en la sanidad, que deja a los enfermos sin atención, o en la enseñanza, que priva a madres y padres de acudir a trabajar. En los tres sectores, y en otros, rige un mecanismo perverso: no hace falta que la mayoría de los trabajadores decida libremente sumarse a la huelga, basta con que una minoría lo haga para que sus consecuencias se multipliquen en progresión geométrica. Igual que el cierre de comercios tiene menos que ver con la voluntad de comerciantes y empleados que con el miedo a los piquetes o la silicona en la cerradura.

De modo que el éxito o el fracaso de la huelga general está más vinculado a la sensación de paralización de unos pocos ámbitos productivos que al hecho de que la secunden más o menos trabajadores (de todas maneras las cifras de huelguistas del Gobierno y de los sindicatos serán abismalmente diferentes). Medirá la fuerza de CCOO y UGT para parar el país con distintos métodos, no la oposición a la reforma laboral ni la popularidad de Zapatero.

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