La sala de un cine es una caja mágica: un espacio cerrado al mundo real, tan ruidoso el jodido, y abierto a otro mundo, el interior. Y precisamente allí, en una sala, estábamos el jueves mi hijo y yo viendo una película infantil, de Disney, con heroína abnegada, héroe malote y un tropel de canciones ultrazucaradas. Mi hijo, que tiene cinco años, miraba la pantalla extasiado y comía palomitas a un ritmo prodigioso. Lo normal, vamos, hasta que giró la cabeza, me miró y me dijo: "Qué bien estamos, papá". Luego me ofreció palomitas de su cartucho y se volvió a lo suyo, como si tal cosa. Yo me quedé pensando sin embargo, agradecido. Primero porque no es normal que mi hijo te ofrezca palomitas, un bien para él tan preciado; o sea, que ofrecerlas es la forma más elevada que tiene de decirte que te quiere. Segundo, porque allí juntos los dos y solos, en primera fila y aunque en la sala hubiese muchos más padres y niños, se produjo esa rara comunión entre los seres de la que hablaba el poeta Jaime Gil de Biedma. Le pasé la mano por encima del hombro y me dije que sólo por ese momento merecía la pena haber vivido este 2016 agridulce que deja en su morral una dosis no pequeña de pesares, putadas y decepciones. También agradecí, como tantas veces, haber tenido la fortuna de caer en la cara rica del mundo, donde la gente aún puede ir al cine despreocupada. Y así me sentí, al menos un instante, detenido en mitad de la vorágine velocísima de la existencia, sabedor de la fragilidad propia y de la de la gente que quiero, conocedor de las despedidas finales que antes o después nos aguardan, pero por un instante eterno, eternos ambos, quizá falsamente eternos pero tan humanamente eternos como aquí se puede. Así, claro, hasta que acabó la película, y salimos a la calle, y hacía un frío del carajo, y Félix Jr. se puso cabezón por no sé qué y el hechizo se diluyó. Lo de siempre, claro, la dinámica inevitable. Aunque yo, ahora que el año ha acabado, quiero dejar constancia aquí, para que mi hijo quizá lo lea en un lejano futuro, de este milagro de estar vivos y juntos en este 2016 que se ha esfumado. Con el ánimo de que 2017 nos traiga salud y con el deseo de que también todos los lectores tengan una feliz entrada de año. Aquí, como siempre, intentaremos despedir al viejo con alegría y sapiencia y recibir al nuevo con valses, besos y almax. Tan viejos y tan nuevos. La vida, que cantaba Julito Iglesias, por ahora y por fortuna, sigue igual.

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