LA llamada y presunta izquierda mediática española anda nerviosa, a medio camino entre la inquietud que seguramente le producen sus fracasos empresariales y la tentación, tan española y tan "democrática", de romper la baraja cuando entran malas cartas. La realidad inminente de una TDT que multiplica canales y mensajes dibuja un horizonte en el que no se encuentra cómoda, poco dócil a la consigna, a esa proverbial uniformidad que tan trabajosamente daba por conquistada. Al tiempo, el universo abierto de internet, ese gigantesco muro encalado en el que cada cual escribe lo que le viene en gana, por indomable y pavorosamente libre, también le asusta. Sólo así, por causa del desasosiego, alcanzan lógica y coherencia algunas de las opiniones que, en los últimos días, difunde a través de sus terminales. Dice en El País, por ejemplo, José Francisco Mendi, colaborador de IU en estas materias, que el futuro Consejo Audiovisual estatal debería tener capacidad para revocar licencias televisivas. Su argumento, chavista, falaz y rancio, incluye conceptos que a mí se me escapan. "De la misma manera -afirma- que las autoridades regulan la calidad alimentaria, el Consejo debería regular la salud informativa". Extraña, a fe mía, esa intermitente preocupación sanitaria que desaparece cuando los receptores vomitan la mierda habitual y se encrespa y reactiva ante inoportunas disidencias y heterodoxias.

Y es que uno, hombre de pocas convicciones pero firmes, ha llegado a creerse el valor sacrosanto, siempre y en toda circunstancia, de la libertad de expresión. Cuando lo que ve y oye le repugna y cuando no. Se trata de uno de los ejes centrales del sistema, que no puede olvidarse sin graves riesgos.

De los restantes ingredientes de semejante razonamiento airado, permítanme que me carcajee. Que los nuevos paladines de la neutralidad y del pluralismo sensato sean precisamente aquéllos que monopolizan la televisión generalista y campan por sus fueros en tres cuartos del dial no deja de suponer un ejercicio notable de cinismo. Que el reproche básico consista en que a los recién llegados se les ve el plumero de su color político, viniendo de quien viene y a estas alturas de la película, una broma de mal gusto. Que, al cabo, se les demonice y se les etiquete de ultras, una prueba de la ignorancia enciclopédica que sin duda atesoran sobre qué actitudes y qué desvaríos justifican ese calificativo en cualquier sociedad seria.

Me desconcierta el sectarismo. Me parece una automutilación del propio criterio, una cesión penosa de facultades inherentes al respeto que uno debe tenerse a sí mismo. Y si quien denuncia el revoloteo creciente de acólitos "enemigos" es, además, incapaz de descubrirse en el espejo los faldones de monaguillo que él también tristemente viste, termina por descorazonarme la ceguera de tanta vida dictada, de tanta voluntad necia y torpemente sumisa.

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