Hay historias ciertamente extraordinarias que pasan desapercibidas en medio de la multitud. Casi es una responsabilidad sacarlas a la luz por si alguno quiere seguir esa estela. Digamos que hablaré hoy de un tal Jesús.

Nuestro protagonista ocasional no tuvo un bonito comienzo. Cuando se repartieron los cromos de la suerte, al ser invitado a este mundo, no le tocó como padre el bondadoso carpintero José, sino un capullo irresponsable más preocupado de su propia destrucción personal que de la construcción de su familia. Jesús, el mayor de la pandilla, no tuvo más remedio que llenar pronto el vacío profundo de lo que no veía en su casa, ni cariño, ni cuidado, ni atención, y sustituir con buen fondo el mal sustrato humano que podría heredar, básicamente, mierda, mierda y, después, más mierda. Toda esa reflexión la hizo nuestro Jesús con pocos años y unas zapatillas siempre rotas. Sospecho que la ambición de edificar lo bueno le llegaría tras haber devuelto alguna palabra, y quizá algún manotazo, con rabia, pero eso no me lo ha contado, así que queda en la intimidad apócrifa de su buena noticia.

La buena noticia que refiero es que ese chaval, de zapatillas rotas que resbalaban en invierno las calles mojadas con suelas gastadas, se volcó en estudiar, con unas notas tremendas, todo lo que pudo. Hasta que no pudo porque, cuando tuvo la edad mínima para quebrarse el lomo, lo hizo en todos los tajos que encontró. No es sólo que él quisiera salir de lo malo sino que tenía que sacar a los suyos más chicos de aquello. Así que, sin queja, fue liberando rehenes. Y logró sacarlos a todos. Mientras, creció y su vida fue dando saltos también a trompicones.

Libre su mundo cercano, Jesús se fabrica una historia de amor que no sale bien. Pero tampoco se rinde. Y pelea, sin mucho aspaviento ni rencor, por lo que considera justo. Con paciencia de años y una buena estrategia de vida, Jesús se marca un sendero de recuperación para llegar al objetivo más dignamente perseguible: ser feliz, o algo parecido. Estudiar, lo que consigue brillantemente; ordenarse, que lo hace; y sumar un capricho, el único que se dio: desde el suelo del Coliseo, mirar de frente al futuro.

Hoy, Jesús, 37 años de zapatillas rotas, tiene una buena compañera a su lado, quiere sumar con ella chiquillos, vive en una casa luchada con sus perros, compañeros guardianes de sus silencios, y es gerente de una multinacional líder. Empieza a ser feliz, agradecido. Con su flamante coche de alta gama y su tarjeta de visita kilométrica, podría ser otro perfecto cabrón insensible pero, cuando se baja del carro, una sonrisa franca te abraza los ojos. "Yo soy Jesús, sin más", te dice. Y te conquista así el tipo que ha resucitado. El tipo que sabe lo que es la pasión. Un hombre bueno. Con sus zapatillas rotas en el armario de la memoria.

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