De otra pasta

La virtud, para las señoras y los señores acostumbrados a quejarse del servicio, es inseparable de la crianza

Desde el final de la dictadura, a la que muchos súbditos acomodados se aferraban no tanto por adhesión a los principios como por el temor -como se vería, infundado- a perder su patrimonio a manos de las hordas, hemos escuchado a menudo esa falacia que sostiene que los gobernantes con propiedades y una posición saneada son menos susceptibles de caer en la corrupción -lo repetían cuando los primeros escándalos de la democracia, como si aquella no hubiera existido durante el franquismo- que los que acceden al poder como asalariados. Más aún los prejuicios clasistas, que mantienen una vigencia inconfesable entre los mismos que dicen valorar a las personas en función de sus méritos, advierten de que por una razón casi genética los vulgares individuos del común, incluso si han prosperado, no son de confianza.

La virtud, para las señoras y los señores acostumbrados a quejarse del servicio, es inseparable de la crianza y no cabe esperar que los muertos de hambre, si se les presenta la oportunidad, vayan a dejar de meter la mano en la caja. Un comportamiento tan obsceno e inapropiado es inimaginable entre los distinguidos hijos de las familias que no sólo no lo necesitan, sino que se rigen por un severo código de conducta basado en la integridad y en sólidas convicciones morales. Ellos, como suelen precisar con sospechosa insistencia, pierden dinero con la política y es la vocación, sumada al espíritu de sacrificio o sobre todo el honor de ser útiles a la nación, lo que los lleva a entregar su valioso tiempo a un oficio tan expuesto, esforzado e ingrato del que sólo obtienen sinsabores. Sus empresas, ya sabemos, las tienen abandonadas.

Una variante o ampliación del argumento, igualmente desmentida por los hechos, señala que los profesionales que han triunfado en el mundo de los negocios están más capacitados para conducir los asuntos del Estado, suerte de gran empresa en la que los contribuyentes -a los que no cotizan les pueden ir dando- ejercen de grandes o pequeños accionistas. Hombres y mujeres dinámicos, eficientes, sin lastres ideológicos, son lo que necesitamos para que la maquinaria funcione con el rigor y la precisión de un reloj, naturalmente suizo. Resulta por desgracia evidente que la mezcla de credenciales familiares, educación exquisita, probada experiencia empresarial y fortuna propia, no basta para producir políticos honrados, pero hay que reconocerles la prestancia y esa imperturbabilidad que sólo se aprende en los ambientes refinados. Nadie duda de que llegado el caso se comportarán como impecables presidiarios.

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