Los peligros de la decepción

Canalizar la nueva frustración de los que, convencidos, aguardaban el paraíso, es arriesgado y peligroso

En una reciente manifestación contra el separatismo catalán, un hombre portaba una pancarta sucinta y escueta, con dos palabras, enlazadas con un signo gráfico de equivalencia: "Nacionalismo igual a negocio". No vociferaba y se mantenía impertérrito, serio y solitario, como quien acaba de encontrar la clave que desvela el gran secreto, se siente orgulloso y seguro de su hallazgo y quiere proclamarlo. Y en efecto, el lema expuesto, tardó apenas unas horas en verse confirmado. Tan pronto como el primer banco y la primera empresa decidieron hacer un gesto, solo un gesto, de abandono, el entusiasmo secesionista empezó a desinflarse. El negocio prometido ya no estaba tan claro. Y puede que también las promesas consecuentes pudieran venirse abajo. Porque, además, las autoridades europeas ni aceptaban mediar ni parecían participar del mismo delirio hipnótico que las banderas esparcían por las calles. Entregada a fabricar ilusiones colectivas presentadas como incuestionables e inmediatas, la clerigalla no había aleccionado a sus fieles para más conflicto que el procedente del "Gobierno rancio de Madrid". Tampoco los habían preparado para que supieran que, en las casas colindantes a las suyas, vivían otros catalanes que pensaban distinto y eran cientos de miles, buscando la ocasión para dejarse ver y hacerse oír.

Es decir, la invención de un pasado ideal que, casi por su propio peso, traería la independencia, funcionaba muy bien. Aunque para mantener unidos y convencidos a tantos creyentes, se evitaba aludir a posibles dificultades y conflictos. Por ello, los portavoces de la secta secesionista no se cansaban de repetir, desde sus altos cargos, que, gracias a su astucia, todo estaba previsto y resuelto: sin sufrimientos ni travesía del desierto. Como apenas se esperaban contrincantes, todo iba a ser pacífico y festivo, como una kermesse héroïque modernista. Pero es más fácil diseñar, según el propio gusto, un pasado que construir un presente manteniendo las mismas trampas y señuelos. Y ahora que el tenderete empieza a quebrarse, les resultará más difícil gestionar una situación en la que los vientos ya no soplan a favor y no basta, como programa, con incitar a llenar las calles. A fieles y seguidores se les han vendido logros como si fueran frutos a punto de caer. Y la decepción de esa gente puede ser mala consejera. Canalizar la nueva frustración de los que, convencidos, aguardaban el paraíso, es arriesgado y peligroso. Máxime cuando andan sueltos tantos provocadores.

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