La piel fina

La civilización es un producto enormemente frágil, cuya deriva, cuya modificación, puede ser tan súbita como imprevista

Es el XVIII de Gibbon y Winckelmann el que nos enseñó a mirar con terror la fragilidad de las civilizaciones. Luego, pasada la Gran Guerra, Valéry diría aquello de que "ahora sabemos que las civilizaciones mueren", insistiendo en el surco abierto por una obra monumental y errática de Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, donde se pronosticaba un futuro oriental para la humanidad, cerrando el ciclo abierto por las grandes civilizaciones asiáticas del mundo antiguo. Bien es cierto que la Roma decadente que imaginó Gibbon no fue tan decadente ni tan estéril como suponía el infortunado historiador británico (una enfermedad inguinal lo retrajo perdurablemente de su contacto con el mundo); y tampoco cabe defender aquel ideal clásico de Winckelmann, que Lessing iba a desautorizar unas décadas más tarde. Aun así, de aquella erudición dieciochesca nos queda la nostalgia de una hora mejor, de una Arcadia pretérita, unida a la sospecha de que nuestros días, acaso, estén llegando a su fin.

Como digo, la estampa decadente de Gibbon fue modificada por Riegl y Bianchi Bandinelli, entre otros muchos. De dicha modificación se extrajo no sólo el esplendor oculto del Bajo Imperio, sino un concepto de la Historia que desdeña cualquier interpretación cíclica del pasado, así como las metáforas fisiológicas que la acompañan: nacimiento, madurez, decadencia. En cualquier caso, lo que sí se infiere de estas obras es que la civilización es un producto enormemente frágil, cuya deriva, cuya modificación, puede ser tan súbita como imprevista. Si el Freud de la Psicología de las masas y el Hobsbawm de La barbarie: manual del usuario nos advertían de la creciente permisividad con la violencia en las sociedades actuales; los populismos de hogaño, o el recurso al hombre fuerte, al "cirujano de hierro" de Joaquín Costa, nos señalan ya una fatiga de la civilización, de sus normas, de sus procesos, que sólo cabe atribuir a esa enfermedad archicivilizada que hemos dado en llamar el "adanismo".

Sólo a las sociedades complejas les es dado soñar con la sencillez y la pureza de la Arcadia. Sólo a ellas les seduce ese dulce cautiverio, el miedo a la libertad que diagnosticó Fromm, que hoy parece dirigir nuestros destinos. En puridad, se trata de una enfermedad romántica. Y en consecuencia, se trata de una exudación del hombre civilizado, que busca desprenderse del fino manto civilizatorio que aún lo protege de la hostilidad del mundo.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios