Otoño de 1989. De los primeros Octubres Picassianos que celebrábamos en el Salón Príncipe de Asturias del Hotel Miramar. Se trataba de una conferencia que su autor, un catedrático sevillano, llamó Guernicologías, refiriéndose a los usos y manejos que sufrió y gozó el Guernica de Picasso como elemento de decoración-denuncia para la gauche divine de la época. El salón estaba a rebosar. A la par del conferenciante, empezó una lluvia que no cesaba en su propósito. Aquello asustó a parte del aforo, que disimuladamente abandonaba el recinto (adelanto que empezaba a cumplirse una de las grandes riadas que sufrió la capital por aquellos años). El público comenzó a soliviantarse al ver que el conferenciante no cesaba su disertación ni la lluvia remitía en su potencia. Próximo a mi observé a Rafael Pérez Estrada. Me acerqué con cuidado y le pregunté su intención. Entre acalorado y guasón, ambas posiciones anímicas muy propias de él, me contestó: "Desde mi posición de abogado, estoy profundizando en qué momento de una disertación se puede considerar defensa propia asesinar al conferenciante". Rafael era único.

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