Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

coleraquiles@gmail.com

Con el rabo entre las piernas

Antes, no era habitual dejar que los animales te sobaran o darles besos. Hoy, a las mascotas, eso y más

Mi abuela me educó en un machismo responsable. Jamás permitió que limpiara el cuarto de baño, después de ducharme. Pero, si a las 8:15 horas no estaba cogiendo la bici para ir a clase, me amenazaba con devolverme a la casa de mis padres en Málaga, donde no podría seguir estudiando la carrera. No le di ocasión. Todas las mañanas aparcaba la bicicleta, poco antes de las 9, en la acera de la Facultad de Letras en Puentezuelas.

Resulta milagroso que no me la robaran. No le ponía candado ni nada. El aspecto de la máquina era de tal decrepitud que no resultaba atractiva para nadie. Tenía un portaequipajes poderoso que igual servía para transportar los productos de la vega desde Cenes a la Plaza de la Pescadería que para llevar al colegio a algún hermano. Terminé la carrera, y no fui deportado.

Si las reglas para los varones jóvenes de la familia, en el nicho campesino que presidía mi abuela, eran estrictas, el protocolo para las que hoy se conocen como mascotas era férreo. Mi abuela no hubiera entendido que el dueño de una marrana vietnamita la sacara a pasear con su correa y su abriguito de croché para los riñones, por la Carrera de la Virgen. Los marranos, en mi casa, recibían buen trato antes de la matanza. Ellos se resistían, y cuando el matancero, y cuatro más, no podían colocar al animal en la artesa para degollarlo, mi abuela lo cogía de una pata y lo plantaba, ella sola, encima de la mesa del sacrificio. Los gatos que se comían los jurelillos destinados a sus nietos, por la ventana, al corral. Los perros, para guardar la casa, sin caricias ni mimos. La gallina vieja que dejaba de poner, a la cazuela. La mula para arar y traer las calabazas y los melones, en el serón. El gorrión, con arroz, tras ser abatido por nuestras escopetas de plomos.

Cuando me casé, la primera vez que comió en casa, le regañó a mi mujer por no traerme a la mesa un tenedor que yo le había pedido. Educadamente, mi mujer le señaló a mi abuela que si su nieto necesitaba un tenedor, que fuera por él a la cocina. Mi abuela me había educado para ser el rey de la casa. Pero comprendí que era mejor para mí, aceptar una vicepresidencia doméstica. Por puro egoísmo. Para no contraer una deuda sin algoritmo. Imprecisa. Impagable. También, aprendí a ser compasivo y benévolo con los animales, después de leer Las florecillas de San Francisco de Asís.

Pero sigue sin gustarme que un perro hurgue en mis ingles con su hocico o que se sitúe entre mis piernas y agite mi intimidad con su rabo, sin ser requerido. Bastantes problemas afectivos tiene uno como para atarse de por vida a un rabo inquieto.

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