palabra en el tiempo

Alejandro V. García

La resaca

COMO esa corriente alemana de la psicología donde el paciente debe interpretar unas formas ambiguas dibujadas sobre un cartón y, de esa manera, manifestar sus pensamientos más oscuros y auténticos, la muerte de Fraga ha servido para que cientos de miles de españoles practiquemos una especie de análisis ideológico y de conciencia y marquemos los límites que separan nuestras convicciones de nuestra benevolencia. Porque las biografías de Manuel Fraga que ayer leímos y escuchamos con una profusión casi intolerable fueron como uno de esos dibujos abstractos donde, de una forma confusa, están todos o casi todos los juicios posibles, incluida la afirmación y su contrario, y sólo una voluntad de orden que es seguramente reflejo de nuestras propias experiencias puede clasificar semejante caos. Sin embargo, cada interpretación de la personalidad de Fraga será distinta y reflejará unas coordenadas ideológicas inequívocas, pues para armonizar semejante emjambre es necesario elegir o resaltar unos rasgos por encima de otros. Cada individuo piensa un Fraga diferente, podríamos decir. Cada obituario equivalía a una confesión, a una exposición firme de creencias. Porque personal e ideológicamente Fraga fue equívoco. De hecho fue franquista y demócrata y esa contradicción básica que lo llevó, primero, a trabajar activamente al calor de una terrible dictadura y después a domesticar a la derecha franquista camino de esta democracia sólo se puede resolver mediante la complicidad o la benevolencia.

Hubo ayer muchos juicios severos contra el Fraga jerarca de Información y Turismo; contra el franquista que justificó el fusilamiento de Grimau; contra el fatuo político del baño en Palomares; contra el ministro que ordenó denigrar al estudiante Enrique Ruano, asesinado por la policía de la dictadura; contra el predemócrata que gritó que la calle era suya o proclamó a Franco como el español más importante del siglo XX. Pero también muchos juicios benévolos a favor del padre de la primera ley de Prensa tras la Guerra Civil; del embajador en Londres que impartía consejos a las plataformas en pro de la democracia; del activo partícipe en la transición a pesar de interpretar la legalización de Partido Comunista como un golpe de Estado; sobre el político de cabeza gigantesca y enorme corazón. Sobre el tipo, en fin, que igual prohibía hace treinta años la entrada a sus conferencias de prensa a ciertos periodistas molestos que concelebraba con informadores de todos los pelajes una de sus pintorescas y caóticas queimadas.

Una vez muerto y enterrado Fraga, el último eslabón de la derecha española con el franquismo, queda la resaca.

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