Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

coleraquiles@gmail.com

La sagrada cultura

A veces disfruto mostrándome displicente con la alta cultura. La alta cultura es una cosa de músicos pintores, filósofos, teólogos y gente de letras. Libros, cuadros, esculturas, sinfonías, melismas, pífanos y clavicordios. Su valor máximo: la creatividad; el mayor pecado: el plagio. En torno a los creadores y sus obras, proliferan una legión de comentaristas, hermeneutas, exégetas, señores de la nota a pie de página, de la apostilla y la glosa. A veces, parece que el aparato filológico o interpretativo de los textos sagrados es más importante que los mismos textos. Y es que de ese oficio vive mucha gente. Más o menos como pasó con los pecados y los traumas, que no existieron hasta que no se inventó la confesión o la carrera de psicología. Y os lo dice uno que ha vivido de explicar textos. Los que explicamos textos tenemos una palabra mágica que los sacraliza. La palabra es imprescindible. Y se la atribuimos a alguna divina comedia, a algún soneto de Petrarca o la obra de un genio alucinado como Céline. Aunque me parezcan corporativos y hasta ridículos aquellos que tildan de imprescindible un verso, un poema o un cuadro, confieso haber caído en este sacralización de objetos de cultura en más de una ocasión. Imprescindible me pareció lo que Dante dijo sobre el amor, pese a que el florentino no conocía la neurociencia ni a Freud ni a Lacan, afirmó que el sexo era una fuerza tan poderosa como la que mueve al sol y a las estrellas. Cervantes escribió una obra sabia, sin saber nada de física cuántica y el poeta italiano Salvatore Quasimodo -sin ser un Einstein- definió con acierto lo que es la felicidad: un rayo de sol que atraviesa fugazmente nuestra soledad, y que por un momento congela el continuo espacio-tiempo, antes de que nos borre la oscuridad de la noche. Pese a mis contradicciones, estoy convencido de que el arte antiguo era religioso, fundamentalmente, y de que el arte moderno ha de ser irónico. O sea, que la alta cultura o se cachondea de sí misma o es una pura ridiculez. Ni nos salva de morir ni nos salvó del Holocausto. Soy estudiante de segunda generación: mi abuelo era cerrajero, mi padre abogado y yo un descreído. Preparado para reírme de lo más sagrado. No respeto ni elPolifemo de Góngora y, lo que es peor, a veces me sorprendo riéndome de mi propia petulancia.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios