EL ministro del Interior, Jorge Fernández, se dispone a presentar al próximo Consejo de Ministros un anteproyecto de ley orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, cuyo solo anuncio y primeros detalles han generado revuelo y rechazo entre los grupos parlamentarios de izquierdas. Ello es así porque todas las legislaciones sobre el orden público reabren sin remedio el debate entre la seguridad y la libertad. Una ley demasiado inclinada hacia la seguridad puede acabar restringiendo derechos ciudadanos consagrados, y con carácter de preferencia, en la Constitución democrática. Y una ley que mantenga irrestricto el ejercicio de estos derechos corre el riesgo de permitir el abuso de ellos, con repercusión en forma de desórdenes, confusión y merma de los derechos de otros. Por lo que se conoce del anteproyecto de Interior, el texto, que vendría a sustituir a la vigente ley Corcuera, de la década de los 80, recoge sanciones de carácter administrativo para numerosas conductas irregulares que, aunque vienen proliferando en los últimos años, no han recibido una sanción penal conforme a su gravedad o a la alarma que generan. Se trata, en general, de multas gubernativas para castigar a quienes participen en escraches delante de las viviendas de cargos públicos, se manifiesten sin autorización ante el Congreso o los parlamentos regionales, quemen contenedores, vejen o insulten a la Policía, destrocen mobiliario urbano o contraten servicios de prostitución cerca de los colegios, entre otras actividades. También se contempla como novedad la exigencia a los padres de que respondan económicamente por los desperfectos causados en la vía pública por sus hijos menores de edad. Esta ley responde, ciertamente, a una necesidad sentida por amplias capas de la sociedad, que viven atemorizadas por la reiteración de actos de vandalismo, con o sin motivación o pretexto político, y rechazan el modo abusivo con que algunos grupos minoritarios ejercen derechos tan sustanciales como los de reunión, manifestación y huelga. De todos modos, el Gobierno debe mostrar una actitud abierta y dialogante en los trámites parlamentarios de dicha norma, porque es muy arriesgado creerse en posesión de la verdad absoluta cuando se habla de la cuantía de sanciones administrativas por actos que en ocasiones no constituyen delitos y porque también es peligroso que el poder político extienda sus competencias en materias sobre las que en principio correspondería dictaminar a los jueces. De su paso por el Congreso y el Senado hay que esperar, con debate y concesiones, una ley de Seguridad Ciudadana que garantice el orden y que no liquide derechos cívicos fundamentales.

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