La tribuna

Joaquín Cestino

La situación

PARECE como si la idea de España también estuviera en crisis. Parece como si el espíritu de este país, España, se estuviera diluyendo en el proceso general de decadencia occidental, que aún se revela más acusado en nuestra nación.

Graves problemas en nuestro mundo de democracias, capitalismos y finanzas. Enormes desajustes económicos: bancos que en lugar de otorgar créditos los solicitan, bancos que cierran, fondos de inversión que se desploman, grandes inversores que pierden lo que pensaban multiplicar, empresas sin futuro, despidos masivos, ciudadanos sin trabajo y sin ingresos. Ya sabemos: ésta es la crisis de la que todos hablan.

Palabras poco usadas como recesión, deflación, crac, vuelan ahora sobre las cabezas de políticos y banqueros. Se acusa de esta crisis al descontrol de los gobiernos, al desmedido afán de lucro de las corporaciones financieras y sus directivos, a la imprudente política bancaria, a la excesiva liquidez provocada por el fomento del consumo, a los altísimos niveles de los endeudamientos público y privado, a los nuevos estilos de vida tan alejados de las posibilidades reales.

Probablemente todo ello es cierto. Pero nadie parece recordar cuál ha sido el paisaje en el que surgieron y crecieron aquellas conductas. Cuáles fueron los territorios por los que durante muchos años se movieron las responsabilidades colectivas.

Miremos hacia atrás. En los últimos siglos, Inglaterra, Francia, Holanda, y antes Portugal y España, colonizaron medio mundo. Fortalecieron sus metrópolis y enriquecieron a muchos de sus ciudadanos, sin apenas llevar sus culturas, sus economías o sus propios niveles de organización a las tierras ocupadas. Estados Unidos de América hizo lo mismo posteriormente en relación con los países centro y suramericanos.

Ya en el siglo XX, la industria occidental extendió sus mercados a todo el mundo. Automóviles, electrodomésticos, aparatos de sonido y fotografía, procesos tecnológicos, eran todos europeos o americanos. Pero los tiempos, como siempre ocurre, terminaron por cambiar. Aunque la Europa alegre y confiada, recuperada de dos terribles guerras, mantenía su poder económico, otros países, derrotados o casi olvidados, despertaron. Los automóviles los hacen ahora japoneses y coreanos. Todo lo demás los chinos.

En épocas pasadas, españoles, italianos, irlandeses y portugueses, emigraban a tierras americanas. Desde hace ya muchos años, se invirtieron las corrientes migratorias. Marroquíes, suramericanos, argelinos, turcos y africanos llenaron las calles de Europa. Pero las altas retribuciones europeas que atraían a esos emigrantes provocaron a su vez la llamada deslocalización industrial. Nuestras empresas trasladaron muchas de sus plantas de producción a lugares de bajos salarios y nulos conflictos laborales. En Europa quedaron las finanzas y sus centros de decisión, el turismo y quizás la cultura.

Las fuentes productivas se han marchado en gran parte, y el trabajador europeo, acostumbrado a los subsidios y a rechazar los trabajos más duros, ha sido reemplazado en muchos sectores por los emigrantes. Podemos verlos en invernaderos, en obras de las carreteras, en la recogida de la aceituna, en las tareas más ingratas de las grandes ciudades. Son merecedores del mayor respeto.

Durante años, los europeos, bien cubiertos por sus estados, han percibido altas retribuciones a cambio de bajos rendimientos laborales. El nivel de ingresos ha sido alto. El consumo y el endeudamiento excesivos. A la vez, en alejados países, China, Japón, Corea, la India, Indonesia, con reducidos salarios y servicios, el trabajo de los hombres y mujeres discurría por el sometimiento a la intensidad de horarios y rendimientos. África era un mundo aparte.

Una situación como la descrita, un tan grande desequilibrio global, no podía traer, antes o después, más que malas consecuencias. No se trata de enjuiciar aquí esa situación desde el punto de vista de la moralidad política, si es que existe, ni de lo que podemos llamar justicia entre naciones. Lo que se nos plantea es la racionalidad de los comportamientos occidentales. Los políticos occidentales, poco responsables muchos de ellos, frecuentemente desinformados y faltos de preparación, corruptos a veces, se pusieron finalmente en manos de los altos directivos de las finanzas. La ambición y la codicia hicieron el resto.

Es el sistema el que parece haberse derrumbado. Y en nuestra nación, España, poco productiva, y confiada al turismo y a la construcción, las cosas han ido peor. España, sin un espíritu común de nación cohesionada, fruto de su no participación en las dos guerras mundiales y de una cruenta Guerra Civil, se nos presenta ahora sometida a las políticas desintegradoras de los nacionalismos y las autonomías.

Con el fondo de este preocupante panorama, se habla confusamente de soluciones: estabilidad económica del estado, bajada de impuestos, control de la inflación, de los créditos, y de las actividades financieras y bancarias, mantenimiento del consumo, aumento de la formación a todos los niveles, etc. Esperemos los buenos resultados de esas medidas, si los gobernantes las llevan a efecto. Esperemos.

Pero lo que nos puede dar más esperanzas frente al futuro es la capacidad del hombre, su vigor para la superación de las situaciones adversas. Es la fuerza, consustancial a la especie humana, que el hombre posee para la supervivencia y la defensa de sus hijos.

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