NO merece ninguna credibilidad la denuncia de que las heridas sufridas por el presunta etarra Igor Portu hayan sido provocadas por torturas de sus captores. Sin embargo, los hechos deben ser investigados por el Ministerio del Interior y por el juzgado correspondiente. No tanto en consideración al propio Portu cuanto para tranquilidad nuestra.

La denuncia no es creíble porque los etarras tienen la consigna de denunciar sistemáticamente que son torturados cuando se les detiene, en parte para desestabilizar y en parte para justificar su derrumbe en los interrogatorios, que suele ser rápido y cantarín. Tampoco es legítima la actitud farisaica de ciertos autorrasgadores de vestiduras que se precipitan a atribuir veracidad a los denunciantes (Eusko Alkartasuna: el parte médico "muestra sin lugar a demasiadas dudas que no se han respetado sus derechos").

De momento, y salvo prueba en contrario, yo la presunción de veracidad se la presto al ministro del Interior de mi país, designado por un presidente elegido democráticamente, antes que a una banda terrorista, deudos, allegados y comparsas. Rubalcaba ha dicho que los dos angelitos -que llevaban sendas pistolas envueltas en plástico para su entrega a otros compinches y croquis con la ubicación de dos zulos donde se almacenaba material explosivo acerca de cuya finalidad sí que "no caben demasiadas dudas", por utilizar la expresión de EA- se dieron a la fuga y tuvieron que ser reducidos por los agentes de la Guardia Civil. Se supone que con la energía y contundencia apropiadas frente a individuos cuya profesión es matar y cuya pasión es el odio fanático. Uno de los supuestos etarras resultó herido de gravedad, teniendo que ser ingresado en la UCI al fracturarse una costilla que le perforó el pulmón.

Dicho todo lo cual, añadamos: puesto que hay algunas oscuridades en el suceso, como la falta de información inicial sobre la violencia de la detención o la tardanza en prestar a Igor Portu atención sanitaria, se impone una investigación que despeje todas las dudas. Si se confirma la versión oficial, mejor. Si, por el contrario, se llega a la conclusión de que los supuestos etarras fueron maltratados, habrá que delimitar las responsabilidades que correspondan y de quien corresponda. En eso sí que no han de caber dudas: en la democracia no se tortura. A nadie. Ni al asesino más cruel. Por simple autoestima, porque no existe equiparación ética posible entre la democracia y sus enemigos terroristas y porque -en último lugar- no se consigue el objetivo perseguido, sino todo lo contrario. La tortura es inmoral e ilegítima, pero también ineficaz.

En el pasado el Estado ha sido capaz de autodepurarse y sancionar a aquellos de sus servidores que han hecho guerra sucia contra el terror. En esta materia no merecemos dar un solo paso atrás.

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