En política, cuando no interesa abordar un tema, se suele recurrir a argumentos del tipo de que el mismo no está entre las prioridades o preocupaciones de los ciudadanos; como si los partidos o sus líderes sólo debieran atender las demandas que estén en la sociedad y nada más. Aparte de que tal tesis no es aceptable, lo cierto es que se trata de una mentira. En realidad es una explicación de conveniencia, porque cuando les viene bien no paran de repetir algún eslogan para que cale en la gente y se consiga que su contenido se convierta en una necesidad que hay que afrontar. El remache continuo del mensaje hace que los receptores acaben también por asumirlo, muchos de una manera acrítica. Forma parte de un juego lícito, pero el que eso sea así no garantiza el que la cuestión a solventar se enfoque y se resuelva de la manera adecuada, porque es probable que quienes insisten vayan más por la satisfacción de sus intereses particulares que por los de la globalidad.

En esta semana hemos tenido la celebración del 39 aniversario de la Constitución y algunos, como un coro de niños no inocentes, han reiterado el lema de que hay que reformar la Carta Magna, poniéndose manos a la obra sobre la marcha. Sin embargo, si se hiciera una encuesta con suficiente fiabilidad sobre este asunto es muy probable que saliera que no está en la mayoría de la población. Lo que sucede es que a esos insistentes les interesa recalcarlo de cara las próximas elecciones catalanas del 21 de diciembre; en definitiva, están procurando captar votos de un determinado sector social. ¿Seguirán después? Dependerá básicamente del resultado de los comicios.Pero al margen de estas estrategias, los ciudadanos deberíamos preguntarnos seriamente sobre el qué, el cómo y el cuándo de una posible reforma constitucional, especialmente, sobre lo último. El problema que existe hoy día es que lo que más buscan es tocar el Título VIII, el de la organización territorial del Estado, pero con la pretensión de apaciguar los anhelos independentistas de cierto número de catalanes, corriéndose el riesgo de una más acentuada desigualdad entre las diferentes comunidades autónomas. Con esto no se quiere decir que la Constitución sea intocable sino que es transcendental saber elegir el momento apropiado. Seamos claros, en el presente es más importante lograr una financiación autonómica justa que la supuestamente ansiada reforma constitucional. No caigamos en la trampa del pseudoprogresismo.

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