EN la representación pública de la vertiente lúdica, cínica y compuesta del ejercicio de la política, hace falta un mal terrible y necesario, hace falta una muerte esquiva en la mañana de un sol níveo, hace falta casi la barbarie para el regreso hasta lo razonable. Ahora, hemos vuelto a lo razonable. Ha muerto un guardia civil de veinticuatro años. Ha muerto un hombre joven, y esto siempre es una tragedia. Los datos, la casuística, viene a ser, dormida, lo de menos: lo importante es que ha muerto, y que lo ha hecho porque otros decidieron acabar con su vida necesaria. La necesaria, entonces, era esta vida, tanto como la de su compañero, que ahora yace en coma cerebral. La otra vida, la que no es necesaria, es la de quienes acabaron con la suya. Ahora, cuando las fuerzas políticas democráticas deciden cerrar fila ante el agravio que supone esta muerte para todos, es cuando comprendemos lo necesaria que es esta unión unánime, este consenso exacto hasta el horror. El líder de la oposición ha escogido el mejor momento para tener altura no sólo de líder de la oposición, sino también de Estado, de hombre alto de Estado, libre de su propio laberinto. Después, quizá dentro de poco, desde dentro de su propias filas se volverá a ese salto en el alambre hervido en el discurso partidario, confundiendo la competitividad legítima con la erosión institucional. Sin embargo, aún todavía, esta unión respira, es bienvenida.

La unidad es necesaria, como la libertad de expresión, como los ciudadanos también son necesarios. Sin embargo, ni la unidad es deseable a cualquier precio, ni la libertad de expresión carece de límites, ni todos los ciudadanos son imprescindibles para el buen funcionamiento democrático. Quizá un error endémico de la democracia occidental consiste, precisamente, en querer amparar a todos, en querer contemplar a todos: incluso a los que, históricamente, siempre han pretendido sabotearla. Cualquier conducta violenta en la pura defensa de una idea quita toda pureza a este argumento, y más si es homicida y nos somete. ¿Cabe cualquier idea en una democracia partidista? Esencialmente sí, siempre que no atente contra la democracia misma. Nos llevamos las manos a la cabeza ante el rencor racista, ante la violencia ultra, ante el asesinato ultra, y sin embargo hay parte de la izquierda que todavía se encoge de hombros cuando un partido nacionalista vasco no condena la muerte de un muchacho: no tienen cabida democrática. El día que la democracia supere estos complejos, sea menos pusilánime, tenga menos miedo de volar lejos de quien trata de abolirla, será una democracia más robusta, más incorruptible y más de todos.

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