Llevábamos demasiado tiempo esperándolo. Tanto, que algunos empezaban a dudar de su existencia. "No es más que un cuento de hadas", decían éstos, y advertían: "Esperamos en vano". Hubo quien aseguró haberlo visto aquí, o allá. "Viene por aquel camino", aseguraban, o decían: "Parece que está en el mar", "Apenas un par de kilómetros y habrá llegado", "Hay quien cree haberlo distinguido entre la gente". Pero, a la hora de verdad, sólo contábamos con nuestras manos vacías y un millón de promesas incumplidas. Seguía sin venir. Una vez dijo alguien: "Vámonos". Y respondieron los demás, al unísono: "No podemos". "¿Por qué?", preguntó el primero. "Porque esperamos el Gordo". La esperanza se convirtió en un valor fundamental, en moneda de cambio, en argamasa social, política y económica. Los curas la pregonaban desde los púlpitos, los dueños de las finanzas apelaban a su continuidad en las asambleas que se prolongaban hasta la madrugada. Los compositores escribieron himnos, los poetas añadieron sus versos, algo, algo va a pasar pronto, de inmediato, mañana mismo, algo que cambiará nuestras vidas para siempre, el Gordo llegará, y con él las alegrías, la fiesta, la redención, la gloria. Los leprosos quedarán limpios, los cojos saltarán llenos de felicidad, los ciegos recuperarán la vista, todos los sueños se harán realidad. Los pobres tendrán pan, los enfermos su sanación, los solitarios afecto, los iracundos la risa de un niño pequeño, los soldados un motivo para la paz. Y entonces, al fin, el Gordo vino. Quienes lo esperaban vieron colmadas sus expectativas. Y quienes habían desistido de permanecer en vela comprendieron la dimensión de su error. Nos tocó de lleno, sí. Más aún, nos abrazó fuerte, nos invitó a salir, se metió en la cama con nosotros, nos hizo héroes. Corrió el champán, se sirvieron los banquetes, hubo de sobra para todos. Se acabó la sequía. Alguien convirtió el agua en vino. Salimos en las noticias, los que no creían en nosotros murieron de envidia. Liquidamos nuestras deudas, dimos cumplimiento a nuestros anhelos, compramos lo que pensábamos que no tenía precio, derrochamos e invertimos. Dimos la vuelta al mundo y lo sometimos. Hemos contado la mejor historia posible. Después, el silencio. El Gordo se fue. Volverá de nueva.

El Libro de Job, la Odisea, Antígona, la Eneida, Calila y Dimna, La Celestina, Don Quijote, La tempestad, La vida es sueño, Madame Bovary, Los miserables, Ana Karenina, Los hermanos Karamazov, El extranjero, Esperando a Godot, Stalker. Toda la cultura de Occidente, su base más firme, su identidad preclara, su espejo más fiel y su aspiración irrenunciable se asientan en la esperanza. En su nombre se decretó la muerte de millones y se salvaron otras tantas vidas. En pro de su aplicación se construyeron diversas utopías que funcionaron invariablemente como maquinarias criminales. Estos días la esperanza cobra un color distinto, más chispeante, como tocada por una ilusión irracional e irrenunciable. Y entonces nos toca el Gordo y nos cambia la vida. Y seguramente no hay nada más peligroso ni más excitante que una vida cambiada, de raíz, de un día para otro. La Historia nos ha enseñado que nuestra especie es incapaz de abrigar la esperanza sin aniquilar la libertad, pero necesitamos ambas. Sí, que nos toque el Gordo. Aunque sea al próximo concejal de turno.

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