Tribuna

rafael rodríguez prieto

Profesor de Filosofía del Derecho y Política de la UPO

Despotismo progre

Los más de dos millones de firmas que respaldan la prisión permanente revisable pretenden que las familias no tengan que ver en la calle a un asesino o violador

Despotismo progre Despotismo progre

Despotismo progre / rosell

Legislar en caliente. Cuando alguien recurre a una frase tan hueca como manida quiere decir, en realidad, que la ciudadanía es demasiado estúpida para dictar o reformar normas. Esta tarea ha de corresponder en exclusiva a los timoneles de la patria, entre partida y partida de Candy Crush. Esta actualización del despotismo ilustrado no debería sernos extraña. Un vistazo rápido a la recepción de las iniciativas legislativas populares nos lo confirma. Recuerdo que la presentada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca llegó al Congreso con un nutrido apoyo ciudadano y un respaldo moral e intelectual muy sólido. Al final, se quedó como el polvoriento esqueleto de un Tiranosaurius rex. Hasta los lactantes se lo toman a broma. Infundía pavor, hasta que los padres de la patria la devoraron con sus argumentos fatuos. Todo para el pueblo, pero sin el pueblo.

El caso de la prisión permanente revisable es otro ejemplo. Lo curioso del mismo es que la presunta izquierda, la que tanto habla de la gente, es la que impulsa su derogación, aliada con el partido más rancio y ultraconservador de nuestro parlamento. Su portavoz no se sonrojaba al continuar defendiendo su postura con el peregrino argumento de que esta medida no había salvado a Gabriel. Todos sabemos lo que realmente pretende el PNV. No es necesario que insulte nuestra inteligencia. Los dos millones de firmas que la respaldan pretenden que las familias no tengan que ver en la calle a un asesino o violador. También reivindican un país justo, en el que los que comentan crímenes horribles paguen por ello. Es simplemente una cuestión de justicia. Pero hay firmas que valen y otras que no. Como ya señaló el cerdo Napoleón en el célebre relato de Orwell: "Todos somos iguales, pero unos más que otros". Si España es igual a Franco, proporcionalidad y rigor con el delito es facha. Su laxitud con estos asesinos no reinsertables se complementa con su falta de soluciones a la disparidad de trato que se dispensa al delincuente, en función de su renta.

La ley penal está vinculada al orden económico hegemónico. En consecuencia, la preservación del mismo y de los intereses de la clase dominante se concreta en un tratamiento penal desigual de acuerdo a su renta o clase social. La delincuencia de barrio marginado resulta más gravosa que la de cuello blanco. Los políticos y grandes financieros cuentan con demasiadas ventajas para eludir la cárcel. El último caso es el de Félix Millet. Sólo 25 días. Juan Antonio Roca pronto ni aparecerá. De la cárcel se sale, pero de la pobreza no, entendiéndola como no tener más de un millón de euros en la cuenta. Si conocen a algún abogado de oficio, podrán preguntarle por las penas que sus clientes deben afrontar por delitos de una entidad muy inferior a cualquiera de los grandes casos de corrupción que tienen en mente. Otra cuestión, no menos decisiva, son las carencias de recursos humanos y materiales con los que los juzgados conviven a diario. La complejidad de los casos, que principalmente afectan a acusados de rentas altas o empresas poderosas, implica una dificultad añadida para impartir justicia. La prescripción de la segunda lista Falcani, ligada a bancos y clientes de lujo, es sólo otro ejemplo.

Sin embargo, estos hechos no padecen tener la entidad suficiente para que merezcan la atención de esta falsa izquierda. Cambiar la ley penal para castigar con mucho más rigor los delitos económicos y reformar los procedimientos, o dotar de recursos a los juzgados, no es una prioridad. Los despachos de abogados de lujo se seguirán luciendo, mientras siniestros delincuentes se pasean por las revistas del corazón. No descubro nada nuevo al señalar que España es un paraíso para bandas del crimen organizado. Por si todo esto no fuera suficiente, el despotismo progre ha desprotegido y vilipendiado a los trabajadores de la seguridad. Muchos se sienten abandonados. Sacar el arma es problemático y demasiados policías se arriesgan a diario, más de lo que se les debiera exigir. Restarles autoridad, como sucede con los maestros, es una buena muestra del pensamiento inane que erosiona nuestra sociedad. El policía no es un trabajador que se juega su vida a diario para preservar nuestras libertades. Es el enemigo o el bastardo.

España se merecería una izquierda que respetara las iniciativas de la ciudadanía y a sus trabajadores de la seguridad. Su fin principal debiera consistir en lograr que la renta no sea un factor decisivo en la administración de la justicia. Tanto los que asesinan o violan con especial saña, como los que aprovechan su poder económico para dañar al resto de los ciudadanos y al Estado deben ser castigados. Castigar con dureza al indeseable es de izquierda. Hay que reinsertar a quien lo merezca.

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