Tribuna

Juan ignacio de arcos

Director de Programas Ejecutivos de Big Data & Business Analytics de EOI

Fantasmas en el Loira

No es fácil discernir qué es real y qué es virtual. Por ejemplo, hay cuentas de Instagram, como la de Lil Miquela, con más de 600.000 seguidores, que desafían al más perspicaz

Fantasmas en el Loira Fantasmas en el Loira

Fantasmas en el Loira / rosell

Antes de que el crepúsculo se fundiera con la noche de aquel templado día de agosto, decidimos visitar la ciudad de Tours para compensar el desgaste acumulado tras varios días de navegación por el Loira. Estábamos en mitad de las vacaciones y, siguiendo las directrices más elementales de evasión, decidí sucumbir a la llamada insistente de mis sobrinos para disfrutar durante un rato de la realidad virtual en un atractivo local especializado de la ciudad. Una vez seleccionado el terminal y ajustadas las gafas de realidad virtual (VR) creí interesante demostrar mis habilidades en el juego del paintball. Mi hija también se apuntó y nos adentramos en el mundo virtual. Tras pasar por el vestuario para adoptar un personaje virtual, entramos en la sala de paintball, bastante concurrida por cierto y en plena batalla de pelotas de pinturas roja y azul.

Junto a nuestra conversación en español, se superponían voces en francés, inglés e incluso algunos sonidos que identifiqué como chino. Parapetado tras un muro, intentaba evitar los disparos del equipo contrario junto a otro jugador cuando, con gran sorpresa, oí una voz que me hablaba en español americano "Hola, Juan Ignacio, ¿de dónde vienes?". Pensé que un algoritmo de inteligencia artificial había identificado mi idioma y de manera espontánea me daba charleta. No quise ser maleducado y respondí: "Vengo de Sevilla y estoy de vacaciones". El algoritmo insistió: "¿En qué universidad has estudiado?". Un nuevo impacto de pintura roja, que ya hacía el número tres, interrumpió no sólo la intrigante conversación sino la partida, desalojándome de la sala sin más crédito de vidas.

De vuelta en Sevilla, no dejaba de pensar en aquella voz que se interesaba por mi vida. ¿Era un algoritmo como aquellos que gobiernan a los asistentes virtuales o realmente se trataba de una persona? Tras una rápida búsqueda en Steam, la plataforma de videojuegos indie por excelencia, identifiqué el juego en la sección de realidad virtual. Autodefinido como club social virtual, permitía adquirir un personaje e interactuar y conversar con otros jugadores de todo el mundo de forma simultánea. Me quedé abrumado por la popularidad y el éxito del juego, con 2.326 opiniones catalogadas como "extremadamente positivas". De todo esto extraje dos conclusiones. Primera, la atracción que provoca el cóctel entre la realidad virtual y la sociabilidad. Segunda, inclinarme a pensar que tras el jugador que me habló en Tours debía haber un ser tan humano como yo. O no. Nadie me aseguraba que fuera así.

Sin duda, vivimos momentos en los que lo digital está cada vez más integrado en nuestra vida diaria. Hace más de tres años que un software o bot, como se denomina ahora, pasó el test de Turing. Este matemático londinense publicó, cuatro años antes de morir envenenado, un artículo que comenzaba así: "¿Pueden pensar las máquinas?". En él apostaba que para el año 2000 las máquinas serían capaces en una conversación normal de engañar el 30% del tiempo a una persona. Desde tiempo inmemorial, el hombre ha sentido una irresistible atracción a crear máquinas que imiten el comportamiento humano. Esto lo ha logrado de manera brillante en tareas individuales, estando aún por desarrollar la tan ansiada inteligencia general. En cualquier caso, los momentos presentes son de una madurez tecnológica notable en este ámbito. No es fácil discernir qué es real y qué es virtual. Por ejemplo, hay cuentas de Instagram, como la de Lil Miquela, con más de 600.000 seguidores, que desafían al más perspicaz.

Es más, imitar lo imperfecto, como los asistentes virtuales de nuestro móvil, con su limitado vocabulario, su afectada voz, sus lapsos intrigantes, puede resultar no sólo seductor sino convertirse en un gigantesco negocio. Si no, pregúntenle a Poppy, la artista-androide. Esta chica californiana de 23 años se ha hecho famosa gracias a sus vídeos de Youtube, visualizados 265 millones de veces hasta ayer. Quizá el más famoso es I'm Poppy, donde repite sin parar, durante 10 largos minutos, que ella es Poppy. Si son capaces de soportarlo, formarán parte del selecto grupo de los 14,5 millones de personas que lo han hecho antes. Poppy hace además shows de televisión, vende todo tipo de merchandising, ofrece actuaciones en directo por todo el mundo (si les pilla de paso, el 24 de marzo actúa en Tokio: 30 euros la entrada) y acaba de grabar el piloto de una serie para el canal de pago de Youtube, Red.

Pasamos de la realidad virtual a la "virtualidad real". Emocionante.

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