Tribuna

Javier gonzález-cotta

Escritor y periodista

El Ministerio de la Soledad

El Ministerio de la Soledad El Ministerio de la Soledad

El Ministerio de la Soledad

Hemos conocido ahora que la primera ministra británica Theresa May ha nombrado a Tracy Couch, joven diputada tory, nueva secretaria de Estado para la soledad. El NCS (Servicio Nacional Ciudadano en español) vendría a ser algo así como una especie de Ministerio de la Soledad. Suena a distopía orwelliana. Pero no es ficción, como sí lo es el Ministerio del Tiempo de la teleserie que tanto éxito incomprensible ha tenido aquí.

Según parece, más de nueve millones de personas viven en soledad en Gran Bretaña. Unas 200.000 confiesan no haber tenido ni una sola conversación telefónica en un mes o más. Puestos a imaginar el frío paisaje de la soledad, uno piensa en cómo ha de distribuirse este enorme censo de personas solas. Piensa uno, sobre todo, en esas viviendas pareadas, de colores aburridos o de ladrillo visto, como ocurre en las afueras interminables o en los dormitorios urbanos de Liverpool o del gran Manchester.

Dicen que el incremento allí de la soledad se debe a que, entre otros factores de nudo social (trabajo, familia, sindicato, iglesia), la estancia en el pub de toda la vida ya no ejerce de abrigo para las relaciones personales. Hablan de auténtica epidemia social. Muchos sufren su soledad en soledad, sin más compañía que la de la vergonzante mascota: el estigma. Aparte, en términos pecuniarios, la gente sola es un estorbo económico. La London School of Economics ha publicado un estudio que demuestra que diez años invertidos en paliar clínicamente la soledad de una persona supone un sobrecosto de 6.800 libras (7.725 euros). Al parecer, la tristeza que segrega la soledad provoca daño mental y físico. El doliente produce mayor cantidad de glóbulos blancos, lo que se traduce en inflamaciones que provocan mayor riesgo de cáncer o degeneración neuronal (el señor Alzheimer, se entiende).

Por efecto rebote, nos preguntamos si en España hace falta un Ministerio de la Soledad. En 2015 se publicó el informe La soledad en España (podría ser el título de la gran narrativa de nuestro tiempo). Dicho estudio señalaba, entre otros datos, que uno de cada diez españoles se sentía solo. Según el INE de 2016, el 25% de los hogares españoles lo constituían bolsas de vacío humano. Esto es, 4.638.300 personas vivían sin compañía alguna o decían sentirse muy solas (de entre ellas, más de tres millones confesaron que vivían en soledad sin otra opción).

Hay que distinguir entre las personas que viven solas por voluntad y las que padecen soledad por falta de arropo. Como los griegos o los italianos, vivimos en un país meridional, donde los lazos familiares, al amparo por lo general de un sol calentito y benefactor, siempre fueron fuertes (incluso estranguladores). Pero he aquí el dato: muchísima gente se consume sola y se muere sola, literalmente como perros. Suele ser noticia -y no lo es a la vez- el que sepamos de pronto que el vecino, al que no hemos visto en meses, ha doblado la servilleta. Sólo el olor a putrefacción o la aparición de bichejos insospechados nos dan la pista.

Antaño la lepra o la peste bubónica creaban su calamidad alrededor. Pero esta otra calamidad silenciosa se está convirtiendo en una amenaza para el engreído siglo XXI. El retrato de hombre solo o de mujer sola no obedece sólo al formato usual: anciano que envejece a solas bajo el gotelé del piso. La soledad no tiene edad. Los criados en la tecnocracia también se sienten solos, aunque sientan el zarpazo de forma distinta al desamparo vital de los viejos. Las redes sociales crean una psicología de falsa amistad y contacto. Pero ese sentido de tacto con el exterior no es más que la mano que tienta y palpa la neblina interior. En la intimidad de cada cual, el viejo comparte con el joven la misma sensación de la que hablaba Borges: estoy solo y no hay nadie en el espejo.

Como dijimos, ni que decir tiene que hay quien vive en soledad por gusto propio, por no querer compromiso alguno más allá de la tibieza de las redes o, también, por renuncia a este mundo competitivo y febril. En este último sentido, podría hablarse de la soledad ganada como evanescencia o, más poéticamente, de la belleza de irse, de evaporarse uno sin más (de ello hablan David Le Breton en Desaparecer de sí, una tentación contemporánea y Olivia Laing en La ciudad solitaria, aventuras en el arte de estar solo). Uno no duda de que pueda existir belleza en irnos sin más, en refrendar este acto subversivo cerrando la cuenta del tal Twitter.

En todo caso el Ministerio de la Soledad, de ponerse en marcha aquí como en Gran Bretaña, no atendería a la soledad en versión poética o subversiva. Tendría y tendrá que ocuparse de la gran legión de gente acuciada por ese peso mostrenco: estar, sentirse solos. El pasado 13 de febrero se celebró el Día Mundial de la Radio. La mayoría de los oyentes dieron las gracias en todos los programas porque la radio los salvaba de su soledad. Y muchos balbucieron en el contestador.

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