Tribuna

Esteban fernández-hinojosa

Médico

De senectute

Olvidar la senectud revela una antropología que margina nuestra condición de necesitados y hace referencia a seres de una sustancia distinta a la que nos conforma

De senectute De senectute

De senectute / rosell

Un cambio demográfico acontece sin precedentes. La mayoría de los nacidos a partir del año 2000 en países desarrollados llegarán a ser centenarios. En 2050 la franja gruesa de la pirámide poblacional se encontrará entre los 60 y 80 años. Si la vejez, hasta hace no mucho tiempo, fue patrimonio de unos pocos privilegiados, entre 1950 y 2025 la población octogenaria del planeta se habrá multiplicado por diez. El desarrollo tecnológico aplicado a la medicina ha concedido el más generoso indulto de la historia universal a gran parte de aquellos a quienes Átropos -infame deidad de la antigüedad que con su atroz tijera corta el hilo de la vida- gira visita.

Está escrito en la sabiduría del Eclesiástico: "Si en la juventud no has hecho acopio, ¿cómo quieres encontrar en la vejez?". Conviene acercarse a la experiencia del envejecimiento antes de alcanzar la venerable edad y caer en la cuenta del significado de este proceso. Es la edad en la que emerge la auténtica identidad de una vida, su fruto maduro: reluce tanto el anciano de muchos quilates enriquecido por el paso de los años como la figura decrépita y ridícula de la que Aristóteles dio testimonio en su Retórica. Cada uno vive la ancianidad a su manera, como ocurre también con la enfermedad.

En el envejecer se sufren los jarros ácidos de la vida: pérdidas dolorosas, heridas invisibles que sangran a diario, negligencias que no se expiaron reverberan para siempre en la conciencia añeja. Experimentar las resonancias afectivas y dolorosas que un anciano padece en su silencio tal vez reste ignorancia acerca de este último destino terrenal. Un miedo común se custodia de soslayo a la llegada de la longevidad -quizá el más aterrador-, el miedo a convertirse en un peso muerto que otros deban aguantar, en un inútil estorbo dependiente sólo de la buena voluntad ajena. Muchos de los que así se sienten manifiestan su deseo de morir.

Más allá del proyecto transhumanista y sus propósitos eugenésicos, toda célula porta en su constitución el cabo final de la hebra de la vida (que en la especie humana, en condiciones ideales, podría estirarse a los 125 años). Para los sabios de la antigüedad la vida era un éxodo con un comienzo y un final. Y es que, después de los caminos andados con los años, de las experiencias vitales acumuladas, completada ya la lectura del libro de la vida, muchos peregrinos descubren su finitud y aceptan firmar la paz con el destino en un abrazo conciliador que, como al buen vino, los hará mejores con el trascurrir del tiempo. En aquella remota era de los Patriarcas, la ancianidad y la muerte formaban parte del orden natural del mundo y, por ineludibles, se vivían con cierta placidez: "Murió en buena vejez y colmado de años", dice el texto bíblico. Aunque en algunas culturas se mantiene en alta estima a las personas mayores, en la nuestra ni la experiencia acumulada, ni las palabras del anciano desprenden eco a su alrededor. Si bien muchas familias prodigan a sus mayores atención y cariño, la consideración de portadores de experiencia, sabiduría y consejo ha perdido vigencia.

Senilidad etimológicamente viene de senior, el señor, como etapa superior al junior, el más joven. La fragilidad física no sólo no estorba a la sabiduría acumulada con los años sino que, más allá de perspectivas utilitaristas, mantiene el hilo de la tradición que hizo posible lo que somos y lo que poseemos. Nuestro presente se teje con las aportaciones de nuestros mayores en el pasado; su vulnerabilidad hoy es fruto de sus luchas de ayer, y eso los convierte en dignos acreedores de gratitud, respeto y solidaridad.

Cada vida humana -sea la del anciano con buena salud o la del niño enfermo- se vincula a rostros conocidos y voces cercanas que hacen posible la red de coexistencia, un espacio para dar y recibir sin cálculo, donde unos cuidan a otros sin expectativas de retribución y se es cuidado -¡oh, soga dura de desatar!- sin la esperanza de poder corresponder. Olvidar la senectud o trivializar la muerte revela una antropología que margina nuestra condición de necesitados y hace referencia a seres de una sustancia distinta a la que nos conforma.

Una filosofía de inspiración feminista hizo posible que tomáramos conciencia de ese nosotros somos ellos. En un sentido netamente humano, quién no se incluiría en una de esas definiciones de discapacitado en algún momento de su vida. Tanto en el anciano, como en el joven enfermo o en un indigente cualquiera se encuentra el rostro expreso de la humanidad necesitada, un rostro cuya red se hilvana con la frágil hebra de vida que cada uno es. Si la mentalidad colectiva persiste en segregar al anciano del ágora de su conciencia, la sociedad senil que se avecina carecerá de todo suplemento de sentido con el que continuar su ruta en la evolución.

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