OPINIÓN. EL BOLSILLO

Privada pero no tanto

Odio a Jean-Michel Jarre, aquel compositor francés pionero de la música electrónica. No es que me disguste de siempre, ni tampoco que haya sido un amor que ha muerto de tanto usarlo. Yo pasaba de él hasta el otro día, en que me destrozaron los nervios en interminables esperas telefónicas amenizadas por diez notas de un tema del inocente Jarre. Ufano titular de un seguro médico privado, quise pedir cita con un especialista de mi ciudad, al que tuve que acudir tras un plantón a última hora de otro con el que había concertado ya una cita y me proponía volver a dármela... ¡quince días después! La primera, por cierto, era a un mes vista. O sea, que las listas de espera crecen en la sanidad privada, aunque sólo se habla de ellas en la pública.

Fue la típica odisea menor de nuestros días cuando nos conectan con un call center: Jacobos y Gonzalos con acento magrebí, esperas sin esperanza garabateando el papel más cercano, musiquitas repetitivas cual gota china en el cráneo, “problemas técnicos” como vía de escape del atribulado operador, “yo sé que la culpa no es tuya, hija, pero esto, perdóname, es un cachondeo”… De la centralita a Jarre, de Jarre a otra señorita, de ésta a Jarre, de su sinfónico Oxygene a la centralita primigenia, y vuelta a empezar. Sólo cuando –aprovechando un segundo de guardia baja de mi esquivo oponente, la centralita– pude comunicarme y ponerme serio me atendieron, saltándose el protocolo de atención y sin disculparse en ningún momento. Bárbara, que así podría llamarse la telefonista, me dijo que era imposible que llevara diez minutos esperando, que el procedimiento automatizado hacía que la llamada volviera a ella si pasaban ochenta segundos de cuelgue: el paso del tiempo es muy subjetivo, eso lo sé. Me acordé de la “Nuestra Señora de las Comunicaciones” que se le apareció a Trotsky cuando vio el edificio de Correos en el Madrid de los años 30. El caso es que yo, además de mil garabatos y medio sudoku, atendí mientras por el móvil a un asunto de trabajo, además de otra llamada en que me solicitaban de casa sugerencias para la lista de la compra (está feo que yo lo diga, pero soy un padre de lo más corresponsable, hogareñamente hablando). Me temo que la culpable es la eficiencia en costes, o sea, resistir al coste por sistema, y hasta de la norma ISO, y no de las pobres telefonistas pero, a qué negarlo, la medicina privada no es lo que era.

De hecho, ya no es tan privada y, mucho menos, exclusiva. Por ejemplo, los funcionarios pueden optar a este sistema alternativo por un precio muy inferior al resto de mortales que, en el caso de una familia con dos hijos, paga alrededor de los 170 euros al mes, tarifa que crece a medida que uno es más viejo y goteroso. No sólo se colapsan los call centre, sino que las clínicas también, y las urgencias. Si no fuera por la mayor variedad étnica y trasiego de ambulancias de los hospitales del SAS, la convergencia entre la medicina privada y la pública es palpable, y sus diferencias, imperceptibles en ocasiones: con decenas de citas en una mañana, las ventajas de la privacidad se evaporan, lo cual se comprende en parte cuando uno llega a saber lo que percibe el especialista por cada consulta.

Aunque la prestación de servicio de las denominadas “compañías” es creciente, el número de asegurados crece más rápido. Desconozco si empezar a generar beneficios, eso que llaman alcanzar el punto muerto –sin segundas–, en este sector supone una masa crítica de clientes que haga que la atención personalizada y la exclusividad sean de lo más dudosas. Un médico con consulta privada-privada, que también atienda a asegurados, le dará la cita más tarde a estos últimos, por sistema. Y, siendo comprensible, es algo que no sale a colación cuando uno va a contratar. Claro que tampoco le dicen a uno cuando se mete en una instalación de gas que este suministro, una vez contratado, sube como es propio de un fluido más ligero que el aire. O las tarifas del móvil que –¡ah, se siente!– dejan de ser un chollo de pronto, cuando ya estamos enganchados a ese nuevo apéndice humano. O la factura de internet más tele... En fin, ¡salud!

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