OPINIÓN. ESPIRALES

Las bicicletas no son para el verano

Desde pequeño fui un enamorado de las bicicletas. Como casi todos los niños. Pero fue en Logroño, ciudad en la que la afición por el artefacto era en aquel tiempo una verdadera fiebre, donde quizá más me acerqué a esa práctica. Tendría diez o doce años. Casi todos los compañeros de colegio alardeábamos de nuestras bicis de carreras, con diferentes piñones y más de un plato, y los sábados, después de la merienda, seguíamos el curso de río Iregua hasta llegar a la zona de Cameros, entre humedales de robles y hayas y riachuelos repletos de truchas. Pertenecíamos, ahora me doy cuenta, a otra época. Siempre me pareció casi un milagro que una máquina ajena al motor de explosión y a la gasolina fuera capaz de alcanzar velocidades que, en aquel entonces, se me antojaban supersónicas.

Cuando comenzamos a pasar los veranos en Cádiz, en los años de Eddy Merckx, Luis Ocaña, Poulidor, Gimondi, Zoetemelk, Fuente o Pingeon, los críos bajábamos temprano a la playa de la Victoria, cogíamos un tablón de madera y, durante una hora o más tiempo, dibujábamos un circuito por el que, ese día, correrían nuestros héroes. Las chapas del KAS –ay, esas botellas de cristal rugoso, con siluetas femeninas– eran las más preciadas por su patrocinio del equipo ciclista y porque, creíamos, tenían una especial facultad para deslizarse sobre la arena. Construíamos montañas donde instalábamos puertos –Aubisque, Tourmalet, Aspin, Galibier...—que se subían con sumo cuidado, a golpe de uña; perfilábamos pequeñas colinas y rampas; trazábamos rectas en las que, con un chispazo del dedo corazón, soltado como un gatillo, se podía llegar al otro lado; y escarbábamos algún que otro bache en forma de zanja. Las chapas –dentro se recortaba y pegaba la cara del ídolo– se guardaban con celo de un día para otro, después de haber sido pulidas en el adoquín más cercano. Así pasábamos las mañanas enteras.

Y es que las bicicletas, en fin, siempre han destilado un aire de seducción infantil, de inocente candidez, de rebelión silenciosa y, hasta cierto punto, elegante. En la magnífica serie “Retorno a Brideshead”, nos acostumbramos a ver a Sebastian y Charles pasear sus amores en bicis de color negro con cestillas de mimbres, mientras vestían trajes de tweed cortados en Savile Row.  En ellas iban a orillas del río a beber champaña con fresas y a soñar recostados sobre los troncos blancos de los abedules. Pensábamos que esas estampas solo eran posibles en latitudes en las que los atardeceres se prolongan de forma infinita, y que, para nosotros, aquel era un mundo vedado. Pero, desde hace pocos años a esta parte, también en estas tierras meridionales, las bicicletas han pasado a ser objeto de  mimos y reclamos. Los ayuntamientos han facilitado su uso mediante múltiples medidas y lo que antes, en nuestras ciudades, era propio de menesterosos, es hoy de uso común: pedalear está de moda. Es, permítanmelo, fashion. Y tiene su punto ecológico, aunque luego volemos cuatro veces al año al Caribe o no haya puente en el que nos quedemos como Pascal.

Sin embargo, la repentina popularización de esa forma de desplazarse en nuestra ciudad, y recorrer los carriles verdes en bastantes ocasiones con mi Orbea de persona mayor, me ha llevado a ver cosas que, como diría Rutger Hauer en Blade Runner, “no creeríais”. Lejos del estereotipo pacífico que les debía acompañar, he visto ciclistas con casquitos aerodinámicos arrollar a peatones en pasos claramente señalizados; he contemplado con pasmo adelantamientos suicidas que han obligado a quienes venían de frente a echarse a un lado a toda prisa; he observado peleas por un frenazo mal ejecutado; me han rebasado exhalaciones que creían que rodaban en la Paris-Rouen, si no gigolós marbellíes al volante de un Porsche Cayenne. No tenemos solución, por más que nos podamos llegar a creer que el medio hace a la persona. O que la estética y los maillots de diseño pueden sustituir a la ética.

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