La campana

Dos horas para recordar un año

  • Siempre gana el tiempo. En el Domingo de Ramos hay una batalla inexorable para vivir la plenitud de la Semana Santa. Comenzó otra vez en el Salvador, con unos niños estrenando su inocencia de nazarenos.

ESTE Domingo de Ramos tuvimos otra batalla perdida contra las horas. Pronto, demasiado pronto, comenzaba la nostalgia. Este 2008 nos ha reservado la Semana Santa más tempranera,  y no es fácil resignarse a que hoy, día 17 de marzo, falte más de un año para que sea Domingo de Ramos. Me parecen más apropiadas las semanas santas de finales de marzo o principios de abril -que permiten guardar tres meses de vísperas desde que se van los Reyes Magos- al apresuramiento de un Miércoles de Ceniza con sabor a polvorones y a un Domingo de Ramos antes de que se quemen las fallas.

En dos horas se nos empezó a escapar la Semana Santa, y más aún en este 2008 con tantas urgencias. Entre las tres y las cinco de la tarde, Sevilla fue escenario de acontecimientos singulares que marcaban los primeros recuerdos de otro Domingo de Ramos. Había una cita casi obligada en la plaza del Salvador. Allí recuperamos una escena perdida que se quedó en la memoria. ¿Cuántos de esos niños de blanco que ayer bajaron la rampla lo hicieron por vez primera? ¿Cuántos estrenaron la inocencia de su primera túnica de nazareno? ¿Cuántos pudieron verla hace cinco años, cuando por última vez descendió el paso de la Borriquita? Y, sin embargo, mientras el Señor entraba triunfalmente en la Jerusalén sevillana que le esperaba en esta tarde, mientras los costaleros bajaban lentamente en una chicotá también triunfal que tardó casi un cuarto de hora, ¿o fue una pizca de eternidad?, mientras sonaba marcha tras marcha en las cornetas y tambores de la Banda del Sol, tenía la sensación de que no habían pasado cinco años; creí que nunca habían cerrado la recuperada iglesia colegial; imaginé que el tiempo se había detenido, que nos quitábamos los años de encima, y llamaríamos a los que ya no están, o encontraríamos a niños que ya son adultos.

Esos chiquillos que ayer bajaron la rampla por vez primera no saben aún que el tiempo es gran destructor, que pasa sigiloso, que nos condena a la impotencia de querer ganarle, sin entender que su triunfo es inexorable. En apenas dos horas nos lo demuestra.

Bastaba con estar en aquella plaza y saber que en esos mismos momentos estaba La Paz saliendo del Parque, que los pasos de Jesús Despojado estaban en la calle y ya no podríamos verlos en la plaza de Molviedro, que tampoco llegaríamos a San Julián para ver como el Cristo de la Buena Muerte sorteaba las ojivas de piedra, ni siquiera para contemplar a la Virgen de la Hiniesta saludando triunfal a su barrio con su candelería encendida…

En esas dos horas, de tres a cinco de la tarde, en 120 minutos, ya había seis cofradías en las calles. Y Triana estaba abarrotada, desde el puente a San Jacinto, porque se preparaba la marea interminable que precede a la Estrella. Así que a las cinco en punto pasaba ya el misterio de la Cena por la calle Imagen; se quedaba el Cristo de la Humildad y Paciencia en la calle Doña María Coronel, entre la brisa acariciando los naranjos y el eco de una saeta; venía la Virgen del Subterráneo revirando por la calle Gerona, con la banda de Tejera detrás, como tantos años, pero ya sin Pepín al mando. Eran las cinco, y en San Roque, el Señor de las Penas, con su túnica bordada, salía en su paso dorado para que lo terminara de dorar el sol matizado de esta tarde.

A las cinco en punto quedaba mucho Domingo de Ramos por delante, pero todo esto, lo que vimos una vez más y lo que otro año no pudimos ver, se nos escapó, se nos resbaló de las manos cuando creíamos que el Domingo de Ramos era inmenso. Se lo llevó el tiempo con su ineludible realismo para condenarnos otra vez a que tantas cosas sólo se queden en nuestros recuerdos.

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