Diario de Pasión

Lunes Santo: obituario a pie de tumba

CÉSAR González-Ruano fue un escritor que -a caballo entre el postismo y las tonales y a menudo elegíacas épicas de lo cotidiano- escribió como ninguno otro en papel prensa. A propósito de un incluso espasmódico obituario dedicado casi a pie de tumba in memoriam Felipe Sassone, Ruano proclamó una de las más ingeniosas definiciones de la muerte que estos ojos míos han leído de mucho tiempo a esta parte: "No es verdad que la muerte se vea nunca venir. Es como una pedrada que recibe otro y que sin embargo siempre nos duele a quienes nos quedamos". Una pedrada, un zurriagazo, un obús. Cuando el fallecimiento de un amigo nos alcanza, entonces -y ya desprovisto del envoltorio de cualquier interrogante- se cumple y cumplimenta el verso del poeta: "Están todos los almanaques confinados en los boquetes de la inanición". Algo así nos ha sucedido con el impacto de un adiós que a priori parecía simulacro de un imposible y ya sucesivamente, conforme avanzaba el avieso salvoconducto de los meses, derivaría en crónica de una muerte anunciada. Me refiero a esa especie de crujido del costillar del sentimiento jerezano hecho añicos cuando la sonrisa de José Manuel González 'el Guardia' se tornó rictus silente y sepulcral.

La de José Manuel ha sido una muerte contra natura. Contracorriente, contrarreloj. Algo así como el subitáneo destierro de una inmortalidad anticipada. Su jovialidad, su don de gentes, esa invulnerable deflagración de vitalismo que al cabo confina con los estertores de la vida, con la mejor indagación permanente en los excedentes del tiempo, reniegan a ultranza del apagamiento definitivo, del acabose existencial, de la luz que -en un amén- matrimonia con la sombra. José Manuel no ha muerto; José Manuel se nos ha muerto. Los cofrades lloramos muchísimo a los hermanos que se nos mueren. Y 'el Guardia' lo ha hecho además como durmiéndose poquito a poco -tal así avanzaba el paso de su Señor de las Misericordias en ese alegrón que se dio allá en el veraneo celestial de la JMJ-. Pocos meses después, cuando apenas cantó tres veces el gallo kikirikí de una Navidad de infausto recuerdo, el organismo se le desmandó hasta límites de aturdimiento. Y cayó fulminado -ya irrequieto e inmóvil- en el lecho del dolor. Ninguno quisimos entonces cantarle nana ninguna mientras se debatía entre el hálito y la nada. Porque sabíamos que por el contrario quedaría sumido en el sueño de los justos. Y por más que sobornásemos -o procurásemos sobornar-, con nuestros bienintencionados amaños, las implacables leyes de la naturaleza y los insondables designios de Cristo, 'el Guardia' estaba ya predestinado a engrosar la Muy Ilustre y Venerable Hermandad de los Cofrades Eternos del Lunes Santo. ¡Aún siento y presiento en mis espaldas los enérgicos abrazos de este bonísimo hijo de Dios!

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